EL ÚLTIMO VIAJERO ROMÁNTICO

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SACROMONTE

Iñaki Rodríguez -escritor-

Bajé la Cuesta de los Chinos tras perder todo en el Casino. No sólo malgasté la herencia de mi padre y engañé a mis seres queridos, sin pensar que, en realidad, yo también me estaba mintiendo. Perdí a mi mujer, mis hijos y con ellos se fue mi corazón. Sólo me quedaba una moneda para un último trago de vino, antes de decir adiós al mundo de los vivos. Crucé el Darro como un fantasma envuelto en la leve luz de las farolas y continué por el Camino de los Tristes a encontrar mi guadaña. Había una muchedumbre andando a todas partes, unos gritaban, otros reían, y las botas de vino saltaban de mano en mano sin temor a derramar su contenido. Me vi envuelto en ese río de gente, cuya corriente me zarandeaba como a un velero en medio de la tempestad, ajena a la desdicha y al pesar. Entonces caí de un golpe al suelo, quedé aturdido y me pisotearon la solapa del smoking que compré en Ginebra, cuando España y Estados Unidos se disputaban Cuba. Recordé la bonita casa que teníamos en Valais, en un rincón de los Alpes suizos y me vino a la memoria que alguien mencionó, en nuestra visita al África septentrional, que el río lleva en su caudal la vida misma. A veces va raudo y otras apacible. Pero siempre va a encontrarse con el ancho mar, donde al fin haya la muerte.Y allí estaba yo, tendido sobre una piedra que era islote entre dos ríos: Uno de agua y otro de gente. Entonces sentí como esa muchedumbre me aupó y pasando por la casa de un morisco llamado Lorenzo el Chapiz y a trompicones, logré llegar hasta el Cruce de las Siete Cuestas, desde donde avisté las cuevas del Monte Santo granadino. Cientos de fogatas y siluetas aparecían y desaparecían en la inmensidad de la noche. Personas, pitas y chumberas, entremezclaban sus sombras en la oscuridad. Una mujer me salió al paso con una ramita de romero: ¨¿Quiere la buenaventura caballero?¨, preguntó con dulce voz. ¨¿Es esto el infierno señora? ¿He muerto?¨, respondí preguntándole a su vez. Ella me miró, abriendo aún más aquellos ojos negros y dijo: ¨Que yo sepa er infierno está en el sentro de la tierra y desde aquí se ven entoavía las estrellas. Yo sólo sé de una muerte, pues van por ahí disiendo que se ha muerto la Petenera. Anda con Dió, apuesto caballero y si ves salí mañana er sol es que tienes siete vidas como los gatos y has de morí de nuevo¨.Se fue y la seguí, pero la noche cerrada se tragó el sonido de sus tacones. Pasos que se convirtieron en suelo frío y silencioso. Callejón oscuro de terciopelo negro y un espíritu fantasmagórico sin billete de retorno, único superviviente de un naufragio, todavía en su camarote, en el fondo del mar. La muerte se reía de mí y acechaba confundiéndome: ahora cal de paredes arrugadas, ahora arenas movedizas. El tamborilero de mi corazón tocaba cada vez más diligente e iracundo y me pareció ver, entre tinieblas, como unos hombres de blanco intentaban ponerme una camisa de fuerza. Loco, sólo, perdido… Unos enanitos muy divertidos me sujetaron brazos y cintura y acompañaron monte arriba, buscando a la luna que se escondía en la Fuente del Avellano. Hacían volteretas y juegos malabares. Dijeron ser del circo Ruso y de algún modo mi corazón volvió a latir. Gente de tez morena nos salió al paso ofreciéndonos vino de la Contraviesa. Hermosas mujeres bailaban alrededor de hogueras y hombres acompasaban los movimientos, rasgando las cuerdas de sus guitarras. Los Cortés, los Amaya, los Santiago, los Heredia, familias enteras de rostro egipciano nos abrazaban y alojaban en sus cuevas. Era como si supieran que yo había estado cerca, pero Dios había querido que no me fuera, sin contar al mundo que allí, en aquellas laderas, fui rescatado de la muerte para descubrir la grandeza de amar y ser amado entre siguiriyas y martinetes.La luna y sus fogatas sucumbieron al alba y amanecí junto a las ascuas envuelto en una manta. El sol asomaba tímido la cabeza, entre los picos de la sierra. Me levanté, sacudí el frac y los zapatos y atravesé de nuevo el Sacromonte, con la mente puesta en el camino y no en el final de la vereda. Ya en el Albaicín, torcí por la Cruz de Piedra y me topé con una ostentosa boda. La novia era llevada en volandas con una corona hasta su novio, que la esperaba con un paño blanco con tres manchas rojas sobre su regazo. Entonces recordé lo feliz que fui, cuando vi a mi mujer llegar a la iglesia donde nos casamos. La Alhambra, majestuosamente callada, observaba como la multitud se iba alejando, con el eco de la ¨alboreᨠresonando por los barrancos. Me rasqué el bolsillo, saqué la moneda y me marché cantando por la barranquera.

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