LOS CUENTOS DE CONCHA

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EL OTRO

Concha Casas -escritora-

A veces a través de esos ojos azules que la miraban llenos de amor, creía ver a otro, a otro que le era más familiar que ese hombre incondicionalmente enamorado que tenía delante.

Le ocurrió desde el principio, desde aquella lejana mañana en que él acudió a su consulta, y se enganchó a su vida para siempre.

Era una vaga sensación que le hacía encogerse sobre sí misma y que despertaba en su estómago las mariposas que en alguna lejana vida ese otro hombre que habitaba el cuerpo que tenía delante de ella,  despertó.

Lo que quiera que fuese que los había unido entonces, al menos en él, seguía vivo. Nadie la había amado así nunca y nadie la había mirado con esa devoción jamás.

Y ella a pesar de no corresponderle, a pesar de andar buscando el amor con esa obsesión que la movió desde siempre y la llevó a romper un en apariencia sólido matrimonio de más de veinte años, a pesar de todo eso, no podía evitar entregarse a él cada poco.

Cuando alguien le rompía el corazón, cuando sus expectativas fallaban, cuando sentía que el mundo le daba la espalda o cuando sencillamente necesitaba amor… allí estaba él para abrazarla hasta que le doliesen los brazos, solía decir entre risas.

Ni el tiempo transcurrido, ni sus desprecios, ni sus sucesivos amantes, lograron disuadir al  enamorado que siempre estaba allí fiel e incondicional, esperándola aunque no volviese.

Pero sí lo hacía. Antes o después volvía a la sabia maestría de esos brazos cansados, a la pasión desmedida que renacía en él apenas la veía, a esos ojos que ocultaban un alma que ella sabía que en algún momento amó con la misma intensidad que él lo hacía ahora.

Y él la recibía gozoso. A pesar de saber que en breve volvería a verla partir, que lo que él habría deseado eterno era apenas un instante prestado. Que a pesar de sentirla tan suya, sabía que nunca lo sería. A pesar de que cada una de las células de su piel le dijera que sí lo era, que esa mujer de ojos de mora que le había robado el corazón y la razón estaba unida a él por unos lazos misteriosos e invisibles, que ella se empeñaba en querer romper cada poco.

Con los años había conseguido ir quebrando la muralla, en apariencia insalvable que ella levantó entre ambos. La hizo suya a pesar de haber jurado una y mil veces que jamás caería en sus brazos. Y no una vez, como quiso creer ella cuando se sorprendió a si misma compartiendo cama con él, sino muchas, tantas que ya no podría contarlas.

Entre medias había habido otros hombres de los que ella creyó enamorarse y por los que abandonó a su incondicional amor. Y que al igual que las flores en primavera, acababan por marchitarse. Y a pesar del dolor que en él causaban sus amoríos, siempre le abría las puertas de su corazón cuando el de ella se había roto. Quizás porque nunca llegaban a cerrarse.

Enfermó por su causa. Cayó en una depresión de la que creyó no salir con vida, perdió la alegría y las ganas de vivir, porque su vida era ella  y sin ella no había más. Una palabra tuya mi amor bastará para sanarme, le decía emulando al que tanta fe tuvo y fue recompensado por ello.

Y quizás por eso mismo, por esa fe en lo que él sentía, ella volvía de vez en vez. Nunca para quedarse, pero sí para darle el aliento suficiente para seguir hasta la próxima.

Cuando lo hacía le decía que era por el otro, por ese que a veces se escapaba entre su mirada azul y en esos momentos él llegaba a tener celos hasta de sí mismo, de ese otro que fue y que ella sí amó.

Vivía preso de un amor no correspondido y tuvo claro, como claro tuvo que la amaría para siempre la primera vez que la vio, que solo con su último suspiro podría descansar en paz. Porque entonces se libraría de ese cuerpo que albergaba a quien ella dijo amar. Y entonces la esperaría en la eternidad donde ese otro al que ella amó, volvería a ser él.

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