LOS CUENTOS DE CONCHA

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EL ECLIPSE

Concha Casas -Escritora-

El agua caía a raudales sobre una tierra tan ahíta de ella, que era incapaz de absorber ni una gota más. El cielo había abierto sus compuertas y expulsaba de sí, con una rabia contenida, toda el agua que durante los últimos años se había negado a compartir. Lo hacía con rabia, con furia.

No era la primera vez que ocurría, pero sí la primera que coincidía con la erupción del volcán. Elevado sobre el lago, se erguía orgulloso el viejo pináculo, que a pesar de llevar tanto tiempo inactivo, parecía haber despertado de su letargo. Y eso era lo que imprimía a la escena un marcado carácter apocalíptico. El fuego avanzando lentamente por la ladera del volcán, y la lluvia fundiéndose en él, sin conseguir apagarlo.

Todo ello acompañado de unos vientos huracanados que rugían  ante la atemorizada población que habitaba las fértiles tierras en torno al lago.

El viejo pueblo de los tujiles andaba con el alma en los bolsillos asustado ante la ira de los dioses.

Bien es cierto que tras la llegada de los españoles, sus dioses se habían tenido que esconder ante la furia con la que los barbados invasores imponían a los suyos,  pero todos sabían  que tras la imagen de la que ellos llamaban Virgen, se escondía su diosa Inab, y que a pesar de siglos de sometimiento a los dioses extranjeros, no había perdido su poder, ni su influencia sobre las gentes.

Es más, en los últimos tiempos, la relajación en las costumbres religiosas, habían devuelto protagonismo a esos antiguos cultos, que lejos de apartar a los católicos, como en su día ellos hicieron, se mezclaron, creando una extraña devoción que unía lo esencial de ambas creencias, aunque en muchas ocasiones fuesen abiertamente antagónicas.

Por eso los más ancianos del lugar decían que la tierra había enfermado y que solamente había una medicina capaz de curarla, la sangre humana.

Desde el principio de los tiempos, sus antepasados le habían ofrecido sacrificios, pero la nueva religión lo prohibió tajantemente, llamándolos bárbaros por ello…  cuando dentro de los nuevos ritos se comían y bebían la sangre de su dios.

María, la nieta favorita del viejo chamán, era la transmisora de los antiguos conocimientos, por nacimiento y por don, ya que las señales que había en el cielo el día que llegó a este mundo así lo auguraban. Ella sabía  interpretar las señales de los dioses y desde su más tierna infancia, así lo había hecho.  

Pero María también había estudiado el saber de los blancos, su inteligencia y su predisposición para el estudio, habían hecho que Sor Margarita se fijase en ella y consiguiese para su pupila una beca universitaria, convirtiéndose así en la primera mujer de su pueblo con un título

Compaginar los ancestrales conocimientos de su gente, que se autodenominaban a sí mismos los hijos del sol,  con los que iba aprendiendo en su camino, le fue muy fácil. Ella simplemente sabía que algunas cosas existen y que ni la razón, ni ninguna ciencia, pueden explicarlas o negarlas.   

Pero cuando escuchó de labios de su abuelo la supuesta exigencia terrena se asustó. Hacía siglos que esa costumbre, sin ninguna duda la más salvaje e irracional de los suyos, había pasado a la historia, no entendía porqué el abuelo se empeñaba en  resucitar la peor herencia de sus ancestros.

Tenía que hacer algo, no porque temiese que su abuelo llevase a la práctica lo que tenía en mente, ni mucho menos, sino porque sabía  que si esa idea empezaba a circular entre los suyos, víctimas de una sociedad que se empeñaba en relegarlos a la miseria, podría llegar hasta algún exaltado que decidiese llevar a la práctica, lo que supuestamente los dioses clamaban.

Consultó los pronósticos de los expertos y lo que no podía imaginar, era que iba a ser el mismo cielo quien le enviase la respuesta que  andaba buscando: Al día siguiente estaba revisto un eclipse solar y precisamente sería en la región sagrada  de sus antepasados donde más fácilmente se vería.

Así fue como encontró la solución, le dijo a su abuelo que había consultado las señales y que estas le dijeron que sería el sol, su padre, quien le daría la respuesta. Si estaba de acuerdo con el sacrificio, saldría de entre las nubes que en los últimos días se empeñaban en cubrirle. Si no era así, una sombra aún mayor se ceñiría sobre él.

Los ajenos a los descendientes de los hijos del sol, pensarían que esta había sido apenas una feliz coincidencia, pero María sabía muy bien que las coincidencias no existen y que en el plan divino, ese eclipse estaba ahí para cumplir una misión determinada, que no era otra, que devolver la paz a su gente. 

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