LOS CUENTOS DE CONCHA

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SARA

Concha Casas -Escritora-

Cuando nació Sara, se convirtió automáticamente en el juguete de la casa. Llegó por sorpresa, sin ser buscada ni esperada. Sus hermanos mayores lo eran tanto, que casi podrían haber sido sus padres y solo la hermana anterior a ella, con apenas cinco años más, fue su fiel compañera de juegos y casi más que hermana, madre.

Creció pues, rodeada de mimos y cariño. Apenas tenía siete años cuando llegó al mundo la primera de sus sobrinas, Alba.

Sara creó para ella un mundo de juegos, ilusión y complicidad. Tanto es así, que con el paso de los años, cuando la primera se casó, no dudó en poner en su hogar una habitación para la que había sido su niña desde siempre.

Y como el afecto nunca está de más, al sentirse tan querida y regalada, Alba empezó a pasar tanto tiempo en esa casa, que llegó a no tener claro cual era en realidad la suya.

Sara se casó tan enamorada como casi todos los que dan ese paso. Adoraba a su Julio, quien jamás dudó en cumplir los caprichos que su amada reclamaba y adoptó a la pequeña como si fuese su propia sobrina.

Todo iba bien en la familia. Los hijos propios tardaron en llegar y ver crecer a la niña consolaba de alguna manera la ausencia de ese deseado retoño.

Mientras el mundo se volvió loco, la fiebre de la construcción llenó de grúas el paisaje y de dinero abundante los bolsillos de quienes se dedicaban a ello. Julio fue uno de esos afortunados. Y aunque la felicidad no llegaba a ser completa por ese embarazo que no llegaba a producirse, la abundancia y la alegría que Alba derramaba a raudales compensaban de alguna manera esa falta.

Pasaron los años y de pronto y siguiendo lo que la razón venía diciendo hacía tiempo, esa burbuja de abundancia ficticia explotó. Y como no, a los que más se lucraron con ella, les reventó en las manos.

Julio no salió inmune. Tiraron primero de ahorros, y enseguida comenzó a buscar trabajo. Pero lo que él sabía hacer, no le interesaba a nadie.

En ese equilibrio kármico que la vida suele deparar, cuando ya nadie lo esperaba, Sara anunció el ansiado embarazo, no era el mejor momento mirándolo con el sentido práctico, pero cuando el anhelo es tanto, eso daba igual.

Para entonces Alba tenía ya casi dieciocho años y había dejado sus estudios aventurándose en el trabajoso mundo de las ventas. Contra todo pronóstico, su éxito crecía a la par que la barriga de su tia.

Abrumado por el peso de la responsabilidad familiar, Julio decidió como tantos otros, adentrarse en la aventura de la emigración. Y sin conocer el idioma, ni las costumbres, ni tan siquiera a alguien cercano que se hubiese marchado antes, se fue a Alemania.

Un año de penurias, miseria, frío y amargura, fue suficiente para hacerlo desistir.

Mientras Albertito había llegado al mundo y crecía ajeno a esa situación adversa, criándose entre las dos mujeres que llenaban su vida.

El negocio de Alba prosperaba y al ver la terrible situación de su tio, le propuso asociarse con ella.

Y así comenzaron a expandir por toda la geografía patria, su incipiente y próspera forma de vida.

Los viajes eran cada vez más frecuentes y a pesar de la distancia que eso implicaba con respecto a su marido, Sara lo aceptó de buen grado. ¡Era tan bueno su Julio!, tan trabajador, tan honrado siempre, que verlo de nuevo ganarse el sustento, la hacía feliz. Aún a expensas de la soledad que aunque su niño la llenaba en parte, cada vez le pesaba más.

Fueron pasando los años, uno, dos, tres… los viajes eran cada vez más largos y duraban más tiempo.

Si el lunes tenían una reunión en Lugo, se iban el viernes para aprovechar el fin de semana y perfilar las estrategias a seguir.

Y así, ajena a los manejos de su marido y su sobrina, se acostumbró a pasar los festivos sola con su niño, que por otro lado la llenaba casi entera.

Fue la familia quien primero se dio cuenta. Esas miradas, esas ausencias… pero nadie se atrevió en un principio a suscitar las dudas de la fiel y crédula Sara.

Su hermana, compañera de juegos en la infancia, casi madre después y consejera siempre, fue quien se atrevió a compartir lo que para todos era ya casi una evidencia.

Aún así ni podía ni quería verlo, su marido, ese santo varón dedicado por entero a la casa, a la familia, a su trabajo….¡con su sobrina!, con la que había jugado siendo pequeña, llevaba al colegio y acompañó en sus primeras aventuras…¡como podían ser tan sucios, como podían siquiera imaginar algo así!

De todo eso habían pasado nueve años. Julio y Alba se fueron a vivir juntos y tenían una niña de dos añitos, a la que por supuesto Sara no conocía.

Todavía por las noches se despertaba sudando creyendo que era una pesadilla, y todavía cada vez que eso ocurría, las lágrimas brotaban sin llamarlas.

Se rompió la familia, se rompieron los lazos y sobre todo se rompió Sara.

Historias duras, difíciles, que convierten una vez más la famosa máxima de que la realidad siempre supera a la ficción en una triste y cruel realidad.

Me hubiera encantado que esta historia tuviera un final feliz, y estoy segura que lo tendrá… sencillamente es que todavía no ha terminado…

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