LOS CUENTOS DE CONCHA

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HADA

CONCHA CASAS -Escritora-

Nadie esperaba ya que la familia aumentase. Alberto y Luís tenían 8 y 9 años respectivamente y por fin, decía su madre, había pasado lo peor. Ya eran dos personitas casi independientes.

Por eso cuando empezó a sentir las primeras molestias, no supo muy bien si llorar o reír.  Su matrimonio iba bien, no es que anduviesen perdidos en las ardientes  pasiones de los primeros tiempos, pero el cariño entre ellos era grande y la comunicación también.

Su situación económica sin ser boyante, les permitía vivir más o menos cómodamente y su reciente ascenso en la empresa en la que llevaba trabajando toda la vida, había dado un empujoncito a sus ingresos, que la verdad, se dejaba sentir a fin de mes.

En un principio la noticia la pilló tan de sorpresa, que deseó estar  equivocada, que aquello fuese un error. Pero era evidente que no lo era, en el fondo de sí misma lo sabía, pero prefería engañarse. No estaba preparada para otro embarazo… y tampoco lo estaba para abortar.

Todavía le dolía en el alma, el vacío que  quedó en su corazón, cuando decidió hacerlo hacía ya tantos años. Entonces vivían cada uno con sus padres, Ernesto no tenía trabajo y ella estaba terminando la carrera, hubiera sido una locura traer un hijo al mundo en esas condiciones, no solo hubiese truncado el futuro de sus padres, sino el de los futuros hijos también.

Curiosamente, a pesar de saber que se desharía de él, mientras lo tuvo dentro dejo de fumar. Era tan absurdo como irracional hacerlo, pero tenía la necesidad de cuidar a ese ser que crecía dentro de ella, aunque supiera de antemano cual era su fin.

Nunca se imaginó lo doloroso que sería perderlo, cuantas noches lloraría a ese pequeño al que nunca llegaría a conocer, cuantas veces se culparía de haberlo hecho…  por eso el solo plantearse volver a vivir una situación similar y más después de haber tenido a sus niños, de haberlos sentido crecer dentro de ella, le parecía tan terrible como improbable.

Tampoco las condiciones que la llevaron a actuar como lo hizo en aquella ocasión, se daban ahora, ni mucho menos. Era una simple cuestión de comodidad personal.

Pasó los primeros días sumida en una angustiosa tristeza, en una apatía de la que se sentía incapaz de salir y con una pena honda ahogándola por dentro.

No lo comentó con nadie, ni siquiera con Ernesto, sabía que él aceptaría la decisión que ella tomase, como hacía siempre en los momentos más difíciles, dejándola asumir la responsabilidad de lo que fuese, para bien o para mal. En esos momentos lo odió por eso.

El peso de lo que ocurría en su interior era tan grande, que amenazaba con aplastarla. Tampoco podía demorar mucho la decisión final, sabía que cuanto más tiempo transcurriese sería más duro y peor, pero estaba paralizada, la angustia la había inmovilizado y no sabía por donde seguir.

Apenas tenía dos faltas, pero su barriga se empeñaba en crecer  a expensar de ella, parecía como si quien quiera que fuese quien se cobijaba allí dentro, quisiera dejarse sentir, para evitar con ello cualquier duda sobre su futura existencia.

Sin hacer a nadie partícipe de su estado, comenzó  a dialogar con aquella criatura, de la que no tuvo ninguna duda que pertenecía al sexo femenino, y a base de hablar y hablar, se le fue borrando la pena que se  trocó en una incontrolable alegría, que la hacía aparentar un estado próximo a la embriaguez.

Una tarde de invierno, cuando ya entraba en la tercera falta, estaba dialogando con su pequeña, mientras se acariciaba el vientre, cuando Ernesto, que la observaba sin darse cuenta, le preguntó: “mamá, ¿Qué tienes en la barriga?

Sorprendida por esa pregunta sobre lo que aún consideraba su secreto, no supo que responder y mentalmente le pidió a su niña una respuesta que no tardó en verbalizarse en sus labios: es un hada, le dijo

Y así fue como unos meses después llegó al mundo Hada, a completar una familia, que a  partir de ese momento, fue un poco más feliz.

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