LOS CUENTOS DE CONCHA

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FRIAS NAVIDADES

Concha Casas -Escritora-

Hacía frío, se despertó con la nariz helada. Odiaba el invierno, le hacía sentirse pobre, desgraciado, e impotente ante su propia miseria.

Pero si había algo que odiaba por encima de todas las cosas, era la Navidad.

Llevaba tanto tiempo en el paro, que había perdido la noción, por muy lejana que fuera, de lo que era trabajar.

Según fue bajando su cuenta corriente, fue prescindiendo de cosas de las que antes le hubiera sido impensable vivir sin ellas: las salidas, las cenas fuera, los estrenos de  cine…

Los cambios fueron sucediéndose gradualmente, cambió  el aceite de oliva por el de girasol, luego las marcas de primera por las blancas y por último, renunció a la calefacción. No había nada peor que tener el abrigo dentro de la casa.

La visión del aceite congelado en la sartén cada mañana era  el testigo permanente de su miseria y esas sábanas heladas, le hacían cada noche acostarse renegando de su perra suerte.

Y para colmo de males ¡la Navidad! Esa maldita época del año le hacía sentirse aplastado por el peso de su terrible situación. Ver tanta euforia consumista, tanta felicidad de escaparate, tantas buenas intenciones… le producía un nudo en el estómago, que no era otra cosa que la rabia y la ira contenidas. Algunos días llegaba a sentirlas con tal intensidad, que incluso le dolía físicamente. Solía achacarlo al hambre, pero esos retortijones no los habría paliado ningún alimento, por muy exquisito que fuera.

Enfrente de su casa había unos almacenes y en su fachada habían instalado unas abominables luces parpadeantes, que penetraban en su dormitorio cada noche, haciéndole todavía más difícil conciliar el sueño.

Y por si todo eso fuera poco, la vecina de al lado había colocado un horrible Papá Noel en su ventana, cuyo pie descansaba en el alfeizar de la suya.

Y su maldita persiana atascada…

Todo parecía confabularse en su contra. Cada vez que se cruzaba con algún vecino en la escalera y le deseaba felices fiestas, le daban ganas de vomitar.

En esas terribles circunstancias llegó la Nochebuena. No tenía a nadie. Hacía años, cuando su situación empezó a decaer y su carácter se fue agriando, fue rompiendo uno a uno con todos sus familiares, ni siquiera asistió al sepelio de su madre. Y tras su muerte, sus hermanos dieron por finalizada su relación con él. Le daba igual, no los necesitaba. No necesitaba a nadie.

Miró en su mesilla de noche donde guardaba sus escasas pertenencias. Su capital ascendía a veinte euros, cogería con ellos la gran borrachera y se reiría de su maldita suerte. Salió a la calle dispuesto a olvidarse de todo y de todos, pero sobre todo de si mismo.

No le fue fácil encontrar un sitio abierto, todo el mundo se había apresurado a cerrar, para asistir a la cena más familiar del año. Menos mal que estaban “los chinos”, esos no cerraban nunca. “No me extraña que se diga que trabajas como un chino” pensó bendiciéndolos por ello, no sabían el favor que esa noche le hacían.

Pero hasta eso le falló, la sordidez del lugar unido a que él era el único parroquiano, hizo que la nostalgia se apoderase de él, a la quinta copa. Debía estar muy borracho, porque añoró incluso las Navidades de su infancia. Hubiese dado cualquier cosa por no estar solo. Casi incapaz de contener las lágrimas, pagó lo que debía y abandonó el bar.

Sin rumbo fijo se aventuró en la fría y oscura noche, cuando sintió la presencia de alguien a su lado. “¿Te pasa algo jovencito?”, un jocoso anciano caminaba a su par y  como si lo conociera desde siempre, le echó un brazo por el hombro. De hecho su cara le resultó familiar, muy familiar, pero no conseguía ubicarlo, definitivamente estaba aún más borracho de lo que creía.

Entablaron conversación, cosa que rara vez hacía con nadie, y poco a poco su corazón se fue caldeando, sacando el frío enfermizo que lo atenazaba hacía tanto tiempo.

Anduvieron casi toda la noche y a pesar del frío exterior, él cada vez sentía más calor. Lo achacó al alcohol y quizás a la reconfortante presencia de ese vital anciano, de risa fácil y dicharachera conversación, que no lo abandonó ni un momento. 

Cuando decidieron volver a casa, el abuelo le dijo que eran vecinos, lo cual le hizo sentirse fatal, a pesar de resultarle familiar, seguía sin ponerle nombre. No cabía duda de que había descuidado en exceso sus relaciones sociales. Se propuso que a partir de ese mismo instante su vida cambiaría, tanto es así que decidió indicarle a su compañero donde vivía, para invitarlo a visitarle cuando quisiera.

Al llegar al portal miró hacia arriba para señalar  a su anciano acompañante su casa  “Ahí, al lado del Papá N…., ¡anda si no está! Exclamó para sí ante la repentina desaparición del muñeco del balcón

Entonces al mirar al abuelo lo reconoció. Un grito de sorpresa se ahogó en su garganta ¡su cara le había resultado familiar, porque lo veía a diario colgando de su ventana…!

Cuando se despertó, lo primero que hizo fue asomarse. Allí, como siempre, seguía Papá Noel. “Creo que anoche bebí demasiado” se dijo a si mismo en voz alta.

Pero sin embargo algo había cambiado, ese calor interior seguía intacto en él y ni siquiera le molestó la visión del aceite congelado.

Sonrió para sí y volvió a mirar al muñeco, quizás fue solo una ilusión, pero por una décima de segundo, le pareció que le guiñaba un ojo.

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