LOS CUENTOS DE CONCHA

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EL ÚLTIMO AROMA

CONCHA CASAS -Escritora-

Sabía que Laura se moría, lo sabía porque se lo había dicho el médico que le abrió el estómago y se lo volvió a cerrar hacía ya seis meses. No lloró entonces, y no lloró durante todo el tiempo que ella compartió con él. Sentía que si dejaba caer las  lágrimas que retenía en su alma,  con cada una de ellas se esfumaría el poco tiempo que les quedaba para estar juntos. 

Y sin embargo mientras estuvo viva, antes de que la enfermedad la matara sin estar muerta todavía, seguían haciendo planes, quizás porque la vida sea eso, planear lo que vamos a hacer mañana. Incluso esa última tarde  antes de que el coma la callara para siempre, discutieron sobre como terminar la reforma que ni siquiera habían empezado en el cuarto de los niños.

A partir de ahí ya solo fue el silencio, roto exclusivamente por sus sollozos, o los de quienes venían a verla, o a ver ese cuerpo inerte que ya no era ella, pero en el que todavía respiraba la persona que fue y que ya jamás sería.

Todavía no sabía lo que sentía, todavía era incapaz de imaginar siquiera el terrible dolor de su  ausencia. Su cuerpo huía, andaba deprisa y parecía haberle prohibido a su mente pensar, no te pares, no te pares… pero en el fondo de sí sabía que eso era imposible, que antes o después debería enfrentarse al cataclismo que acababa de arrasar su hasta ahora feliz existencia. ¿Cómo hacerlo? ¿Como explicarles a sus hijos que mamá ya no estaba, que no estaría nunca más?

Hablar de dolor, de vacío, de rabia, de miedo, de soledad… cualquier palabra carecía de sentido, incluso la suma de todas ellas no se aproximaba ni de lejos a lo que sentía, o a lo que sabía que iba a sentir, porque sencillamente no había palabras para describirlo.

Había sido todo tan rápido, tan absurdo, los acontecimientos se habían precipitado a tal velocidad, que ni siquiera habían asimilado lo que les estaba ocurriendo.

Incluso Laura, cuando los efectos de la quimioterapia disminuían y la dejaban hacer, se entretenía en preparar los adornos navideños, los adornos de una Navidad en la que no iba a estar. Ya no habría navidades para Laura y sin Laura ¿cómo podría haber navidades para ellos?

Se había acabado el mundo y nadie parecía darse cuenta. El sol seguía saliendo como si nada, los pájaros cantaban cada mañana y el bullicio de las calles continuaba, sin reparar en lo irrespetuoso de esa normalidad tan anómala.

Sus hijos, esos por los que ella hubiese dado la vida cuando aún era suya, crecerían sin madre y él no sabía si sería capaz de sustituir la ternura de las caricias con las que ella confortaba sus sueños, o si sabría alimentar sus ilusiones creando para ellos mundos encantados como cada día hacía Laura. ¿Quién los llevaría al ballet y quien  confeccionaría sus disfraces? ¿Cómo borrarían la palabra mamá de sus bocas? Posiblemente no lo harían nunca, posiblemente el resto de sus vidas la lanzarían al viento, mientras se abrazaban a una almohada que nunca les devolvería los abrazos. 

Por todo eso no tenía sentido que siguiera amaneciendo, no tenía sentido lo que había pasado.

Eran jóvenes, tenían toda la vida por delante, dos hijos preciosos, un trabajo estable, se querían… ¿acaso era eso? ¿todo era tan perfecto que sencillamente no podía ser?

Por eso sabía que si se paraba un segundo, todo el peso de su tragedia caería sobre él, lo  aplastaría y lo hundiría y aunque en el fondo de sí mismo hubiese deseado precisamente eso, acabar e irse de nuevo con ella, sabía que Laura nunca se lo habría perdonado. Tenía que estar ahí, y cuidar a esos cachorros que le había dejado, por ellos seguía corriendo sin detenerse apenas a respirar.

Su alma se había escapado de él en el instante mismo en el que ella dio su último suspiro y casi era mejor así, porque si volviese a su cuerpo lo abrasaría con la terrible certeza de lo que había perdido y que aún era incapaz de calibrar.

La casa, que sin ella no parecía su casa, albergaba todavía la certeza de su presencia, hasta las sábanas seguían impregnadas de su perfume. Se abrazó a ellas para arrebatarles ese olor, para que se adhiriese a su olfato y lo acompañase al caminar. No quería, no podía  perderlo. Y fue precisamente ahí cuando por fin lloró, cuando supo que ese aroma también acabaría desvaneciéndose.

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