EL ÚLTIMO VIAJERO ROMÁNTICO

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EL HIJO DE LA LUNA

Iñaki Rodríguez -escritor-

El hijo de la luna ronda la serranía. Se despierta de noche y duerme de día. A primera luz, junto al Guadalfeo, desayuné chumbos con aguardiente, haciendo alarde de mi juventud. Ese día, simplemente, dejé que mi corazón decidiese el camino que mi cuerpo debía seguir. Miré hacia arriba y subí a lo más alto por la Contraviesa. Siempre quise ver la muralla natural que protege del frío a  mi pueblo: la Sierra de Lújar. Fenicios y árabes habitaron este espectacular balcón del Mediterráneo antes de las repoblaciones cristianas del siglo XVIII. Yo también quise sentir la sensación de estar sentado en ¨el balcón del mundo¨, como tantas veces soñé cuando era niño. Llegué al Haza del Lino, acompañado de Juan Vega y Rafael Cabezas que, aunque mucho mayores que yo, me parecieron dos aventureros de lujo. Paramos a echar un trago en el Cortijo de la Fragua. ¨El vino como está bueno es en la puerta de la bodega¨, dijo Rafael, mientras saboreábamos aquél Pedro Ximenez a la par que respirábamos aire puro de la sierra. Sentados los tres en el tranco del silo, mirábamos, sorbo tras sorbo, cómo un gran montón de higos secaban sus carnes al sol, mientras las nuestras echaban luz a la sombra. Acompañamos aquella deliciosa bebida con jamón de Trevélez y un puñado de higos. Al rato continuamos nuestro camino y, ya cerca de Lújar, paramos el coche junto a un Aljibe, donde un hombre muy mayor, sacaba agua con un cubo y bebía con un cazo, remojando su larga barba blanca. ¨A la paz de Dios ¿Podemos beber señor?¨ pregunté. ¨Cómo no, el agua no se le niega a nadie¨, respondió muy amable. Bebimos y entablamos conversación con aquél hombre que nos cayó bien aun sin conocerlo. ¨Que casualidad¨, comenté, ¨esta región se repobló en el siglo de las luces y hay que ver la luz tan clara que hay aquí, los que vinieron sabían más que nadie…¨, continué, ¨sí, rayaban la luz de la razón¨, respondió Rafael en plan jocoso. ¨Todos menos el hijo de la luna¨, dijo el anciano muy serio. ¨¿El hijo de la luna?¨ repitió Juan muy sorprendido. ¨Dice la leyenda que en la segunda mitad del siglo XVIII vivió aquí un ser que nunca vio la luz del sol. Los vecinos le llamaban el hijo de la luna. Era huérfano y se amamantaba de los pechos de los montes. Sus ojos eran como dos luceros y, a veces, sentado en una roca, se le veía contemplar con añoranza a la muy noble ciudad de Motril. Vivía con el zorro y la lechuza, en los riscos de la sierra. La noche y el frío eran su madre y  padre. Era amigo del silencio y la cabra montés. El primero le enseñó a escuchar y la segunda a caminar sin miedo. Pero tenía varios enemigos: el resto de los humanos y la soledad, a veces sepulcral, bajo las estrellas. De día dormía y al oscurecer salía de su cueva y se despeñaba saltando por los barrancos, en la negrura de la noche. Por otro lado, la luz le era insoportable, quemaba su piel con la intensidad de una llamarada, y la soledad, aún peor, pues a veces traía al animal. El animal ronda la sierra y también le rondaba a él¨, concluyó el viejo. ¨¿El animal? ¿Qué animal?¨ pregunté con enorme interés. ¨Buenas tardes, ustedes lo pasen bien¨, respondió, cogió su cubo y se marchó. ¨¡Pues vaya!¨, exclamé, ¨vaya historia ¿Da un poco de escalofrío no?¨ concluí . ¨A veces hay que subir a lo más alto para ver mejor las bajezas que ocasionan ciertos demonios que nos acechan, como el animal¨, dijo Juan. ¨¿Bajezas?… horrores diría yo¨,  respondí, a la vez que sacaba un cuchillo y una hogaza de pan y queso. ¨Pobrecito el hijo de la luna, siempre viviendo plenilunios sin poder disfrutar del día, seguro que sus padres lo abandonaron en cualquier balate.  Fue el primer ¨salta balates¨ conocido, ji, ji¨, continué, tratando de dar un toque de humor a un drama tan tremendo. Comimos y nos dimos cuenta que era ya tarde y, por un momento, nos quedamos los tres en silencio, mirando como niños a un Motril, muy pequeñito, que estiraba sus brazos a este y oeste, despidiéndose con un bostezo de la luz del sol.

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