LOS CUENTOS DE CONCHA

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DESTINO INCIERTO

Concha Casas -Escritora-

Hacía frío, tanto que ya no sentía nada en los dedos, apenas si podía moverlos. Se miró las manos, las tenía amoratadas, casi negras. Se las acercó a la boca para calentarlas con su aliento, pero este se congelaba antes de llegar a ellas. Se sintió tan desgraciado que lloró, lo cual no hizo sino aumentar la penuria de su ya de por sí penosa situación. Se restregó la nariz con la manga a falta de algo mejor y tragó saliva intentando tragarse sus penas con ella.

Se levantó de su improvisada cama, que como cada noche hacía mucho tiempo consistía en unos cartones superpuestos. Los miró y automáticamente acudió a su memoria la mullida cama en la que con tanto cariño lo acostaba cada noche su madre cuando era un niño. ¿Qué habría sido de ella? ¿Y porqué se le venía a la mente en ese preciso momento? No había vuelto a pensar en nada anterior a la vida que hacía tiempo era la suya; pero parecía que en esa gélida mañana de invierno había tocado fondo, de hecho él fue el primer sorprendido por esas lágrimas furtivas que salieron de sus ojos sin permiso. También hacía mucho, muchísimo tiempo que algo así no ocurría, parecía como si todo lo que concerniese al ser humano como parte de su esencia se hubiese alejado de él. La calle y el alcohol eran incompatibles con pocas de esas cualidades.

¿Como había llegado hasta allí? No recordaba bien. Siempre había sido de lo más normal. Como tantos de su generación se marchó del pueblo apenas encontró un trabajo. Sentía que la gran ciudad lo esperaba para darle lo que realmente se merecía, una vida llena de diversión y emociones, lejos de la tranquilidad de su perdida aldea.

Enseguida comprobó que no era tan fácil como había creído, pero a poco a poco todo fue poniéndose en su sitio.  Encontró trabajo en una obra, primero como peón, pero enseguida fue aprendiendo el oficio y llegó a ser oficial primera. Dejó el piso que compartía con dos muchachos del trabajo y alquiló un pequeño estudio en un vetusto edificio de una calle céntrica. Tuvo novia a la que llevó a vivir enseguida con él. Se compraron un coche y los domingos acudían al centro comercial más cercano a pasar la tarde. Parecía que todo funcionaba.

Pero lejos de estar satisfecho, miraba a su alrededor sin encontrar  del todo lo que se supone que sus logros materiales le debían aportar. Buscando emociones volvió la vista a los más jóvenes de la cuadrilla y alguna que otra tarde se  fue con ellos a tomar alguna que otra copilla al terminar el trabajo.

A partir de ahí todo se sucedió tan deprisa que perdió el control incluso de su memoria. Descubrió que una copa lo hacía hasta divertido. A él, que siempre había sido más soso que un belga, como le decían muchos de sus amigos. Con dos, se convertía en el rey del mambo, y con tres no había quien lo frenara.

Claro que eso fue al principio, luego ponerse a tono le fue costando cada vez más. Pero se sentía tan bien con esa personalidad recién descubierta, que por nada del mundo hubiese renunciado a ella.

Su novia fue la primera en notar que algo no iba bien. Lloró, le suplicó, lo amenazó… y al final lo abandonó.

Así fue como descubrió que las copas no solo lo hacían más divertido, sino que además le ayudaban a olvidar las penas. Claro que cuando se levantaba por las mañanas descubría que estas no solo flotaban en el alcohol que supuestamente las debía ahogar, sino que parecían empaparse en él y crecer y crecer. De manera que para evitar esa molestia adelantó la hora de la primera copa.

Enseguida lo notaron también en el trabajo y tras varios avisos consecutivos que desoyó, terminaron por despedirlo.

“Menos mal que le quedaban los colegas del bar” pensó. Y allí dirigió sus pasos.

A partir de ahí todo se precipitó. Esa gracia recién adquirida, dejó de resultar simpática enseguida, duró apenas lo que tardó en gastar hasta el último céntimo de sus ahorros.

No recordaba muy bien como se quedó sin casa, pero no debió tardar mucho. ¿Cuánto haría de eso? Había perdido la noción del tiempo quizás antes de perder todo lo demás. Pero por lo menos llevaba cinco inviernos durmiendo sobre cartones como los que estaba mirando en ese momento. Cinco años de descenso a los más terribles infiernos. En ocasiones incluso sin alcohol, había días que no conseguía ni el euro que le costaba el vino.

Lógicamente su aspecto debía ser horroroso, además de apestoso. Era lógico que las viejecitas, que normalmente eran las más generosas a la hora de dar limosna, se apartaran asustadas de su lado. Quizás eso lo había salvado de no perder completamente el juicio, ya que esos días de abstinencia obligada, solía acudir a los albergues a comer un plato caliente, con lo que se veía obligado a ducharse y en algunas ocasiones hasta le daban ropa nueva.

Allí, a veces, las menos la verdad, conversaba con otros que como él lo habían perdido todo. Pero no hablaban de eso, las conversaciones cuando las había, solían versar en torno a amores no correspondidos, a vocaciones frustradas (casi todos ellos eran artistas en potencia) o a lo mal que se estaba poniendo la calle con tanta competencia, sobre todo de los niños esos, que eran los que más pena daban y los que mejores limosnas se llevaban.

Ahora salía de uno de sus periodos de abstinencia, quizás por eso las lágrimas y el recuerdo de su madre.

La mano en el bolsillo descubrió una moneda. La apretó con fuerza y sonrió. Se tomaría un buen vino que le quitara de la cabeza esas tonterías.

Pero de pronto vio su imagen reflejada en un cristal. Hacía años que no se veía y de hecho ni se reconoció. Tuvo que volver sobre sus pasos para cerciorarse de que era él quien se reflejaba en la pulida superficie. La impresión fue tal que la moneda que agarraba con tanta fuerza cayó de sus manos y rodó al suelo. El tiempo se paró y sintió por un fracción de segundo que podía volver a ser el de antes, aquel lejano muchacho que llegó a la ciudad. El abismo de su vida se abrió ante él y reteniendo una lágrima, recogió la moneda y entró en la tienda a comprar el vino. Acababa de sellar su destino y más que nunca, necesitaba volver a  olvidar.

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