DESDE EL BALCÓN DE MI NEURONA

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CALLE DE LA PIQUETA

Javier Martín Gutiérrez -Escritor-

La conocida como calle de la Piqueta, oficialmente calle Cervantes, es una de esas calles motrileñas, como muchas otras, que me acogió para jugar de pequeño; una de esas calles cercanas al piso donde vivía en la calle Tejedores -encima de la papelería El Faro- que me enseñó impunemente a desollarme las rodillas, los codos, la barbilla o las palmas de las manos en juegos que casi siempre se basaban en correr para pillar a uno o correr para que otro no te pillara; o simplemente, correr por correr con la energía con que lo hace un niño de ocho o diez inviernos –digo inviernos porque nací en enero, por muchas primaveras que quiera otorgarme-.

Creo que era octogonal ese marmolillo que había en la parte de abajo, a la altura de “El Llavín” y “El Telar” que con el paso de los inviernos y a base de golpes bajos -fui valiente- logré saltarlo sin apoyar ni una mano y sin romperme ningún diente. En la otra parte al norte, los dos marmolillos, en su encuentro con la calle Chispas, eran cónicos y tallados en una piedra clara, como los de la calle Marjalillo Bajo, bajo La Sole; eran más fáciles de saltar porque estaban desgastados y algo más bajitos, pero si te resbalaba una mano, el golpe era igualmente bajo; y si te resbalaban las dos, era cruel.

Había tardes en las que, después de la merienda de pan con mantequilla y sin haber hecho aún los deberes -que todo hay que decirlo-, bajábamos a toda carrera saltando marmolillos desde los futbolines que había en el cruce con la calle Cuatro Esquinas hasta el final, para comprarle “misticos de crujir” -a peseta la tira de veinte- al carrillo verde de la puerta de El Telar para darle el coñazo a viandantes y vecinos de la plaza del Ciprés; pasando desde el bar de Emilio de la Blanca frente a los futbolines, por la tienda de ropa de Pedro, por la puerta de Paco el carpintero -con su bici y su bota ortopédica de cáñamo-, por el horno de Barros, por la lavandería de Los Catalanes con su perro marrón en la puerta –creo que era setter irlandés- o la tienda de Juan Viñas.

Pero en cierta ocasión, y a esto venía todo, aprovechando que tenía bajo mis manos y mis pies la bicicleta que los Reyes Magos le habían regalado a mi hermano, me di un garbeo –así como se da el que le prestan un ferrari- por el barrio y, bajando calle de la Piqueta abajo, esquivando los marmolillos como era de esperar, intuí unos metros más adelante la silueta de mi tía Josefa que bajaba la calle en el mismo sentido que yo (mi tía Josefa era sorda de nacimiento y se expresaba con sonidos y gestos) y al llegar a su altura, le solté un manotazo –cariñoso- en el culo.

Cuando alegremente volví la cabeza sonriente para que viera que era yo, descubrí que no era ella. Me espetó algo así como:

-¡Pero niño ¿Qué haces?!

Y yo le dije –sabiendo que la había cagado-: ¡Adiós tita!

-¡Niño, pues te has equivocado!

Y le respondí: ¡Pues no!

Y seguí pedaleando fuerte sin mirar atrás hasta llegar a mi casa sudando.

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