LOS CUENTOS DE CONCHA

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DE AMOR Y DE ODIO 

Concha Casas -Escritora-

Ella lo amaba, por encima de todo y de todos, lo amaba. Hubiese hecho cualquier cosa por él. “¿Pero qué  te ha dado?”, le decían sus amigos. “No pareces ni tu”, le insistían. Pero le daba igual. Desde que sus ojos se encontraron con los suyos no hubo más razón, ni más fuerza,  que la del infinito amor que los unía. Fue un amor de los de película, daba gusto verlos,  él la miraba embelesado y ella… ella se deshacía viéndolo a él. No podían vivir el uno sin el otro. De manera que tras un corto noviazgo se casaron.

Ella sintió que no podía haber mayor felicidad en el mundo, y así se lo hizo saber, haciéndolo partícipe de sus sentimientos. A partir de ahí algo se quebró, y esa mágica relación se esfumó para siempre.

Lo notó distante, frío, tanto que por una milésima de segundo,  sintió miedo por primera vez, al ver el fondo gélido en esa mirada, donde antes solo veía amor.

Tardó poco tiempo en alzarle la voz, y menos aún en insultarla. Fue un proceso lento e imparable,  pero de repente el miedo, ese que apenas intuyó hacía poco, ocupó todos los huecos por los que antes se desbordaba la pasión, dejando lugar,  única y exclusivamente,  a ese  ya creciente pánico, que en un proceso paulatino y continuo de deterioro,  acabó convirtiéndose en el rey absoluto.

Estaba ya embarazada la primera vez que la empujó. Una camisa mal planchada (para él, ella todo lo hacía mal) fue la causa. Se la tiró a la cara, con tan mala pata,  que uno de los botones de los puños le fue a dar en un ojo. Cuando la vio con él enrojecido, se abalanzó hacia ella loco de ira:

-“¿Vas a llorar? ¡Maldita zorra, hija de puta, como te de yo, vas a llorar de verdad!- , la empujó con tal fuerza que quedó encajada entre el fregadero y la lavadora, y allí en ese hueco,  permaneció sin atreverse casi a respirar hasta que oyó el portazo que daba tras su marcha.

A partir de ahí se fueron precipitando las cosas. Nunca tenía una palabra agradable hacia ella, excepto cuando llegaba borracho y antes de pegarle (cosa que siempre acababa haciendo) lloraba y le decía cuánto la quería. Ella se ponía tensa sabiendo lo que venía a continuación. Él al notarlo, iniciaba la sarta de insultos, coronados siempre por una paliza, o una violación, o ambas cosas, según tuviera el día.

Su autoestima caía en picado. Llegó un momento en que realmente comenzó a hacerlo todo mal. No confiaba en sí misma, sabía que se le pegaría la comida y que él se la tiraría a la cara cuando llegase… y así ocurría.

Cuando nacieron los niños, fue aún peor. Pronto se convirtieron también en objeto de su ira. Eso no podía consentirlo. Admitía todo lo que le hiciera a ella, se sentía tan mísera y desgraciada, que no aspiraba a nada mejor, pero a sus hijos no. No consentiría que los tocase. Se escapó de la casa, pero con tan mala fortuna, que al doblar la esquina se topó con él. La llevó a casa, apenas le dio tiempo a meter a los niños en el cuarto, cuando se abalanzó sobre ella.

La paliza fue tan brutal, que la retuvo más de un mes encerrada en su casa. Su pulso perdió la firmeza, el miedo se había instalado en cada rincón de su alma y ya casi no atinaba ni a peinarse. Los niños se quedaban a comer en el colegio, los mantendría apartados de él lo más que pudiera. Lo consiguió tras sincerarse con la asistenta social, a quién le confesó  la verdad tras largas conversaciones. “¡Denúncialo!, “si, si, eso haré” prometía cada vez que la veía pero el miedo era tan grande que la paralizaba.

Sin embargo algo había cambiado en su interior, era tan pequeño que tardó algún tiempo  en tomar conciencia de ello, pero sí, ahí estaba. Notaba como cuando se trataba de los niños el miedo desaparecía. Lo hacía por un tiempo casi incontable de tan pequeño como era, pero en esa minúscula brevedad, la rabia ahogaba al temor. Crecía dentro de ella, desde el interior del pecho y ascendía como un fuego hacia sus ojos,  por los que salía en fulgurantes llamaradas que la llevaron a tener un nuevo temor, esta vez hacia ella misma.       

Un día él llegó a casa antes de costumbre, normalmente no lo  hacía hasta bien entrada la noche, y sorprendió a su familia reunida en el comedor, riendo y comentando las anécdotas del colegio. De repente el tiempo se paró, los tres miraron hacia su verdugo con el pánico reflejado en sus miradas, lo que no hizo más que incrementar su ira. Ella se adelantó para hacer de escudo ante sus hijos, no le importaba que la matase a ella, pero jamás permitiría que los tocase. Sin embargo de un golpe seco la apartó y se dirigió hacia su pequeño.

Por  primera vez en su vida sacó fuerzas de donde no las tenía y se lanzó sobre él cogiendo lo primero que encontró, un jarrón regalo de boda – lamentó no tener a mano las tijeras grandes de la cocina y ese pensamiento la asustó aún más –   y asestándole en la cabeza con todas sus fuerzas, logró apartarlo del  objeto de su ira, momento que aprovecharon los tres para salir corriendo. Una vez en la calle, lo tuvo claro. “¡A comisaría! Gritó a sus hijos, y así fue como se atrevió a poner la denuncia.

A él lo detuvieron. Ella se fue a casa de sus padres, no tenía ánimo para volver al que durante años había sido el escenario de su infierno.

Cuando veía a sus niños todavía con el miedo clavado en sus almas (miedo del que seguramente no escaparían nunca) se odiaba a sí misma, ¿por qué no se fue antes?, ¿por qué soportó tanto?…

Él pasó apenas dos días retenido. El juez dictó el alejamiento, pero ella sabía que no lo cumpliría.

Aunque no lo  había visto en el último mes, lo presentía, sentía su presencia sin verlo, lo olía, olía a sangre, o al menos así se lo parecía a ella que tanta había derramado en las manos de esa bestia a la que un olvidado día amó.

Y así fue, apenas tres semanas después comenzó a asediarla. La esperaba en cada esquina, la amenazaba con matarla a ella y a los niños, y lo peor de todo es que ella sabía que era capaz de hacerlo. Tenía el miedo demasiado dentro para haberlo olvidado, y a ese terror se le sumó la ansiedad y la angustia de volver a encontrárselo y una certidumbre nueva que iba cobrando forma en lo más hondo de su ser.

Se puso a limpiar casas, ser dueña de si misma era una experiencia nueva y maravillosa, a pesar de todo.

Sin embargo,  las denuncias se repetían ante el continuo  quebrantamiento  por parte de él del alejamiento. Las  noticias sobre mujeres muertas a manos de sus maridos,  que cada día llenaban las páginas de los periódicos, le impedían conciliar el sueño y la obligaban a caminar con la necesidad continua de mirar hacia atrás.

Uno de los días en que llegó a su casa (había abandonado la casa de sus padres buscando su propio camino) se confirmó  la peor de sus sospechas. Él había estado allí y al no encontrarla fue tal su rabia que lo destrozó todo. No podía dar crédito a lo que veían sus ojos, no había dejado nada… fue avanzando incrédula ante tanta destrucción, hasta que llegó a la habitación de los niños. Un quejido nacido en lo más profundo de sus entrañas salió de su garganta,  alertando a las vecinas que llamaron inmediatamente a la policía. La encontraron abrazada a su hijo,  llorando. El niño presentaba fractura de fémur y contusiones varias, rezaba después  el parte de ingreso en el hospital.

Y ella,… ella no volvió a dormir desde entonces. Una idea se había apoderado de su mente y de todo su ser,  y la perseguía como una obsesión enfermiza: lo mataría. Había llegado un momento en que era necesario elegir, o él,  o sus hijos y ella. La elección estaba clara. Y aquel remoto sentimiento que la hacía perder el miedo,  fue creciendo en su interior con una fuerza imparable,  que la empujaba al único objetivo claro y conciso que marcaría para siempre su destino.

Él seguía en paradero desconocido, pero algo en su interior, una corazonada, un presentimiento, le hizo dar con el lugar exacto donde se ocultaba el que para ella  se había convertido en una alimaña, indigna de seguir entre los vivos.

En la última casa en la que entró a limpiar, uno de los hijos de la señora, era policía. Cuando estaba de turno de noche y dormía durante el día, dejaba la pistola encima del aparador. En una visión casi fotográfica, tuvo claro lo que tenía que hacer. El destino le ponía en bandeja el medio por el cual quedaría libre para siempre.

Se sorprendió a sí misma, porque cuando al fin apretó el gatillo no le tembló el pulso. Era la primera vez en años que no le temblaba. Incluso sonrió, podría decirse que se sintió feliz, con la satisfacción que produce el trabajo bien hecho.

Cuando la policía la detuvo, todavía sonreía. Una increíble y maravillosa sensación de paz la había invadido. Sus hijos estaban a salvo y ella también. Donde quiera que estuviesen ya no tendría que temer por ellos, nadie más les haría daño.

Entró en la cárcel todavía sonriendo ¡eso no era la cárcel!, pensó para sí, la cárcel era donde ella había estado tantos años.

Y por primera vez desde tiempos que a ella le parecieron inmemoriales, al mirar a través de las rejas se sintió libre.

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