LOS CUENTOS DE CONCHA

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CERRAR PUERTAS

Concha Casas -Escritora-

Cerró el armario y las lágrimas que hasta entonces parecían haberse dosificado, corrieron por sus mejillas como si quisieran socavarlas. Quizás para acompañar el sentir de su corazón, que andaba perdido en  mil pedazos por su pecho.

En algún sitio alguna vez habia leído,  que cuando las personas morian debian llevarse consigo todas sus pertenencias.

Pero desgraciadamente no era así. Quedaban ahí como aguijones que escarbaban en la herida completamente abierta por el  dolor de la pérdida.

Esa chaqueta que todavía tenía los cabellos plateados sobre los hombros, o esa blusa que olía al perfume de su madre como si acabase de quitársela.

Incluso al descolgar el abrigo de la percha sintió que la estaba ayundando a quitárselo, como tantas veces  había hecho… pero eso ya no podría hacerlo nunca, porque su madre ya no estaba.

Durante su larga enfermedad había mantenido la entereza. El quehacer diario de los hijos, el trabajo y escaparse cuando podía a ver como iba con la chica de turno, la tenían tan ocupada que no habia habido lugar para la pena.

Su madre nunca había sido una mujer cariñosa y con los años su falta de empatía hacia el resto de la humanidad se había recrudecido. De manera que su carácter y su humor se habían agriado y perdido junto a esa salud que hacía tanto tiempo la había abandonado.

A veces, en los peores momentos, había deseado que todo acabase. Incluso le pidió a su padre, del que estaba segura que la escuchaba desde arriba, que se la llevase de una vez. Que la vida que llevaba no era vida, ni para ella ni para nadie… incluso llegó a pensar que el dia de su marcha sentiría un alivio muy lejos de la pena y del dolor que en ese momento la embargaban.

Pero  de pronto  llegó la muerte cuando menos la esperaba. Lo hizo de noche, deprisa y sin dar tiempo más que a preparar todo lo que el final conlleva.

Por eso ahora  le tocaba vaciar esos armarios en los que se encerraba la vida de la que había sido su madre, y por eso al cerrar la puerta tras hacerlo, sintió que la suma de todas las penas de tantos años ignoradas,  la ahogaban por dentro.

Del estante de arriba rescató un atillo de viejas cartas. Amarillas por el paso del tiempo, ajado el papel tanto, que parecía que al desdoblarlo fuera a partirse en dos. Desató la cinta que las unía y allí, rotunda y fuerte como él, apareció la letra de su padre. A mi morenita… así comenzaban una tras otra todas las misivas que durante los años en los que él se fue a estudiar a Salamanca, le escribía cada semana.

Tuvo que apartarlas porque de no haberlo hecho, las lágrimas que no dejaban de manar de sus ojos, habrían terminado con el  frágil receptáculo de tanto sentimiento.

Que curioso, pensó. Los últimos años de convivencia entre ellos, entre sus padres, habían sido terribles. El desamor que suele acomodarse en todos los hogares, no había hecho una excepción en el suyo. Pero la muerte prematura de su progenitor hizo eternas aquellas palabras de amor, de un amor que tras el sepelio del enamorado, pareció crecer de nuevo en el pecho de su madre. Que ya siempre creería, porque llegó a creerlo a pies juntillas, que el suyo había sido un amor eterno.

Como testigos mudos de tiempos mejores aparecieron uno a uno los abrigos de piel, que con tanto estilo lució siempre… gran señora su madre, pensó para sí e inconscientemente sonrió ante ese recuerdo. A ella le habría gustado escucharlo.

Cada prenda que sacaba arrancaba un nuevo quejido en su corazón, que para esas alturas ya era una masa llorosa e informe.

¿Como reponerse ante tanto dolor? ¿De qué material estamos hechos que es capaz de soportar tanto?… recordó el dolor demoledor y destructivo  de la inesperada muerte de su padre y recordó que todo, todo, acaba replegándose sigilosamente con el paso de los años

Acurrucada entre las cajas donde había sepultado toda una vida, entre esos recuerdos con los que no sabía muy bien qué hacer,  se replegó sobre si misma dando rienda suelta al dolor.

Debió quedarse dormida porque cuando la despertó el timbre habían pasado más de dos horas.

Se recompuso para abrir. Era Adela, la última asistenta que había acompañado a su madre. Recordó entonces que le había dicho que viniese a recoger algunas cosas. Pero entonces el recuerdo vivo del dolor que danzaba en su pecho, le empujó a decir lo que nunca había pensado que diría.

– Adela, quédese con lo quiera y lo demás llévelo al ropero de la Iglesia. Ah.. y cuando acabe, por favor, cierre la puerta.

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