LOS CUENTOS DE CONCHA

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METRO

Concha Casas -Escritora-

Bajé las escaleras del metro y me dejé llevar por esa marea humana, que a cada minuto se deja engullir por la boca de ese monstruo subterráneo que recorre la ciudad atravesando sus cimientos. El olor te recibe como una bofetada, porque curiosamente esa oquedad excavada en la ciudad huele. Es como una herida abierta e infectada, con su propio olor agrio tan característico y particular

En ocasiones, sobre todo a primera hora de la mañana cuando el organismo está aún libre de las impurezas con las que a lo largo del día lo vamos contaminando, me da náuseas. Mi estómago se rebela y salta en mi interior. Nunca pasa de ahí, es un pequeño intento de rebeldía del que enseguida se repone, como sabiendo  que de poco le va a servir.

Al entrar en el vagón no deja de sorprenderme la expresión de los que viajan a mi lado. Son miradas tan ausentes que producen una terrible sensación de soledad. Nadie habla en el metro, solo se oye el traqueteo infernal de la máquina al atravesar los túneles.

Antes, cuando los asientos discurrían perpendiculares a las ventanillas, la gente apoyaba en ellas sus caras, como si pudieran ver algo en esa oscuridad que corre ante sus ojos, supongo que lo hacían para evitar las miradas de los demás, para huir de su propia soledad que veían reflejada en las pupilas ajenas.

Ahora es peor, los asientos se disponen unos frente a otros y hay momentos en los que no hay escapatoria. A no ser que optes por cerrar los ojos. Eso hacen muchos, se abandonan a un sueño rápido y precipitado para huir quien sabe si de ellos mismos.

El  movimiento de los vagones actúa como un inmenso útero y dentro de él, te dejas mecer al mismo tiempo que los párpados van cayendo. Entonces llegan los sueños. Los vagones están llenos de ellos y en esa oscuridad flotan creando un mundo onírico que aunque no se ve, se siente. Quizás por eso nadie habla, porque en los sueños el lenguaje no tiene sonidos. 

Yo leo. Es la manera mejor de soñar despierta porque a mí en el metro no me gusta dormirme.

Sería algo así como estar expuesta ante los demás, como en un escaparate.

Cerrar los ojos es una invitación  a que los otros  recorran tu fisonomía impúdicamente. La forma de tu nariz, la textura de tu cutis, la expresión de la boca de los durmientes, que rompiendo las mas elementales normas del saber estar, suele abrirse en una grotesca mueca por la que, en el colmo del mal gusto, escurre una babilla imparable.

No, nunca me duermo en el metro.

A veces incluso juego a escuchar los pensamientos. Intento descifrar por las expresiones de los otros lo que están pensando. Llego a la conclusión de que la mayoría de ellos ni siquiera son conscientes de que piensan. Miles de frases inconexas se unen en una imparable verborrea, que no deja descansar las mentes.

Cuando era pequeña me gustaba intentar dejar de pensar. No lo lograba. Lo más que conseguía era pensar que no estaba pensando. Pero nunca conseguí un segundo de silencio en mi interior.

Recuerdo que en una ocasión le pregunté a mi padre si era posible conseguir lo que me proponía. Me contestó que solo algunas personas muy preparadas logran hacer semejante proeza.

Todo eso vuelve a mi mente en el supuesto silencio del vagón. Supuesto porque sé  que esas mentes parlotean incansables.

La mayoría de ellas elevan una oración pidiendo un trabajo, que se solucione el problema de su hijo, que la niña deje a ese novio que se ha echado y que es evidente que no le conviene…

¿Adonde irán todas esas súplicas, encontrarán un destinatario, o se quedaran flotando eternamente en ese silencio espeso que se acumula en los vagones del metro?

A veces enfrente de ti  ves un rostro desesperado, tanto que lo que más apetecería sería sentarte a su lado y tomarle de la mano para calmar ese sufrimiento que deja traslucir.

Otras en cambio envidias la sonrisa que se dibuja en el rostro del durmiente, que frente a ti parece disfrutar de algo tan maravilloso que su gesto se contagia y tu boca se vuelve hacia arriba, participando de esa desconocida y evidente felicidad. Esos son los momentos en los que más me gustaría poder penetrar en ese mundo infranqueable, participar de los sueños de los demás.

De repente el ritmo del vagón baja, los durmientes abren los ojos y miran el rótulo de la estación, algunos se levantan, otros se acomodan de nuevo en ese plácido duermevela que parece envolverlos con una asombrosa rapidez.

Es mi estación. Salgo a la calle y respiro. Sé que el aire está contaminado, pero subiendo del subsuelo se me antoja puro y limpio. Dejó atrás esa atmósfera llena de sueños y pensamientos y me reincorporo a la vida, al mundo real.      

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