LOS CUENTOS DE CONCHA

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LA MESA ERRANTE

CONCHA CASAS -Escritora-

Hubo un tiempo, cuando la tierra estaba dominada por la magia y los hombres creían en ella, que en ocasiones especiales, sus representantes otorgaban a los mortales algún don especial, como premio o reconocimiento a su buen hacer.

Ocurrió esto con un maestro carpintero, cuya bondad se vio recompensada con algo tan curioso como el otorgar vida a sus obras.

 Sin embargo quiso la mala fortuna que el buen hombre abandonase este mundo, cuando apenas había dado vida  a una mesa, eso sí a una maravillosa y magnifica mesa que, sin saber de su peculiar característica, adquirió un letrado. Un hombre también peculiar, que se empeñó en que todo su linaje siguiese su vocación. Para ello y como aliciente, estipuló que tan maravilloso mueble, pasara  a los varones de su estirpe que llevaran su apellido y estudiasen su misma profesión.

Así fue como la mesa inició un periplo, que la condenaría a vagar errante de casa en casa, sin encontrar un destino estable en el que poder desarrollar el don con el que había sido creada.

Cambiar ese destino parecía difícil, pero la magia tiene caminos que los demás desconocen y aunque tardó muchos años y algunas generaciones en resolver lo que parecía imposible hacer, consiguió infundir en uno de los varones de esa familia, la necesidad de crear un lugar, donde atesorar el legado de tan extenso y peculiar clan. 

Y así fue como sin saberlo, Miguel  llegó a este mundo, con la principal misión de buscar para esa mesa, un lugar donde reposar y dar vida a ese don que todavía nadie sabía que albergaba en su interior.

La conocía desde que nació, puede que incluso desde antes, porque aunque entonces no estaba en su casa sino en la de los abuelos, la costumbre de pasar los veranos con ellos,  no había cambiado nunca y su madre debió pasear su abultado vientre por delante de ella, mientras él crecía en su interior bajo la complacida mirada del peculiar mueble, que ya había empezado a mover los hilos del destino, para que este cambiara a su favor.

De sus láminas de caoba expulsó un delicado perfume, que embriagó a quien en teoría debía ser su siguiente propietario, que aturdido por las nobles maderas que aún conservaban el cálido aroma del Caribe, enfermó de amores por una mujer casada, precisamente con el pasante de su padre. El escándalo fue tal, que el pobre enamorado fue despojado y desposeído de lo que por tradición y nacimiento le hubiese correspondido,  rompiendo así una norma que aunque no escrita, era ley.

Miguel enseguida supo o al menos intuyó, que esa mesa, esa obra de arte con más de doscientos años de antigüedad, tenía vida propia y lo había elegido precisamente a él, para pasar a su lado el tiempo que estaba destinado a transitar por este mundo.

La primera vez que sospechó de los poderes de ese objeto supuestamente inanimado, fue cuando contaba con apenas siete años de edad.

Como cada verano, pasaban los calurosos meses del estío en la gran casa familiar, donde parecía que el calor tenía prohibida la entrada y allí entre sus grandes patios y enormes habitaciones, transcurrían  los felices veranos de la infancia.

La enorme prole que allí se juntaba reunía a primos, tíos y algún que otro pariente más o menos lejano que cada verano aparecía sorpresivamente para un ratito, que solía alargarse varios días, a veces incluso semanas.

Esa tarde, como todas, los más pequeños se aventuraron a escaparse de la obligada siesta. Era un momento mágico, intentar descender de las camas sin que los muelles delatasen la deserción, irse encontrando con los hermanos y los primos en el patio delantero y en un silencio tan sepulcral como solo la hora de la siesta de aquellas eternas tardes de verano podía atesorar, se disponían a jugar al escondite mudo, como bautizaron al que se convirtió durante varios años, en su juego preferido.

La casa era tan grande, que delimitaron la zona de sus movimientos, restringiéndola a la parte baja de la misma, con una excepción: el despacho del abuelo. Nadie les había prohibido entrar allí, pero a ninguno de ellos se le hubiese ocurrido hacerlo… Hasta esa tarde.

Ese día era su cumpleaños y por la tarde noche, cuando ya bajase el sol, lo celebrarían en el antiguo corral, donde los niños podían corretear sin miedo a que rompiesen nada.

Buscando un lugar donde esconderse, fue directo a la columna de mármol que presidía las escaleras, pero de pronto, al pasar por delante del despacho, escuchó su nombre.

Se paró en seco y sorprendido entró allí. Lo hizo con la emoción encogiéndole el estómago, era la primera vez que se aventuraba él solo en esa estancia. Sin saber muy bien porqué, se dirigió hacia la mesa. Tenía 36 cajones, el abuelo les había descrito mil veces, como generación tras generación se la  habían traspasado los varones elegidos de la familia y cómo siempre el nuevo propietario, había descubierto algo en uno de esos cajones, que hasta ese momento nadie conocía. Él se jactaba de haber terminado con esa leyenda, ya que había inspeccionado uno a uno todos sus recovecos, dando fe de lo que esa magnífica mesa albergaba en  sus entrañas.

Dejándose llevar por una atracción desconocida hasta entonces y obviando que allí no había nadie que pudiese haberlo nombrado, se acercó a ella en un estado parecido a la hipnosis y al apoyar sus pequeñas manos en la madera que la sujetaba por debajo, un clic, rompió el silencio sagrado de esa hora, disparando con él su pequeño corazón.

No echó a correr, porque el miedo lo paralizó y gracias a eso y a esa fuerza misteriosa que lo atraía hacia ella, pasó sus deditos por la parte interior de la que había salido el sonido. Una pequeña rugosidad destacaba sobre la lisa superficie, la acarició y suavemente se deslizó ante él una pequeña cavidad, que albergaba una preciosa pluma.

Inexplicablemente una repentina corriente la sacudió y la desplazó hacia su mano. Sonrió y sin saber, supo que la mesa le estaba haciendo un regalo.

Despacito y en silencio devolvió las tablas a su sitio y como en un susurro, escuchó en su interior que no debía compartir lo que acababa de ocurrirle con nadie.

Por eso, cuando al morir el abuelo descubrieron que era a él a quien  se la legaba, no se sorprendió, pero sí tuvo claro que quien había hecho esa elección que recayó sobre  él, no había sido otra que la misma mesa que por fin, dejaría de ser errante. 

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