LOS CUENTOS DE CONCHA

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LA HIGUERA

CONCHA CASAS -Escritora-

Hay historias que se quedan grabadas en el recuerdo y pasan a formar parte de nuestro acervo cultural, uniéndose a nosotros como si de una parte más de nuestro ser se tratara.

En mi caso al menos, la mayoría de ellas sucedieron en  la infancia, en ese mágico espacio donde el tiempo se ralentiza en una laxitud inacabable y eterna, donde la palabra mañana no tiene dimensión y el futuro es algo tan lejano e inalcanzable como la más perdida de las galaxias.

La calidez de los sentimientos es tan pura, que casi inunda toda esa maravillosa época, llenándola de una ternura que rara vez en nuestra vida adulta volvemos a alcanzar.

La que hoy viene a mi memoria se remonta a un lejano verano, en que mi familia decidió cambiar los frescos descansos en la Sierra, por la playa.

Todos conocíamos el mar, de hecho durante un largo año vivimos a sus pies, sin embargo nos embargaba la emoción por volver a contemplar esa inmensidad azul, cuyo sonido aún arrulla mis más tiernos recuerdos.

Llegábamos a un pequeño pueblecito que se convertiría en nuestro destino estival durante los años sucesivos

Lo primero que llamó mi atención fue el olor y curiosamente no fue a mar, sino a algo indeterminado que aún tardaría algún tiempo en identificar

 Mis padres habían alquilado un pequeño cortijo rodeado de higueras, limoneros y plantas de todo tipo.                                                             

A mí me acoplaron en una pequeña habitación que daba a la parte de atrás. Al abrir la ventana, las ramas de una enorme higuera parecían querer entrar en mi dormitorio. Enseguida comprobé que el olor que se había adueñado de mi pituitaria salía  directamente de esas hojas que parecían saludarme.

Salí de la casa y me interné en la espesura de un cañaveral que me separaba de mi destino. Magullado por todas partes me dirigí hacia lo que me pareció que me llamaba desde mi llegada.

Y allí estaba majestuosa, esperándome desde siempre. Trepé por sus ramas y enseguida encontré mi sitio, parecía que la naturaleza había dado forma a una pequeña plataforma en lo más alto del árbol, sabiendo que yo algún día iría a ocuparla. Ese fue mi lugar secreto durante muchos veranos. Cuando necesitaba estar solo, cuando me peleaba con alguno de mis primos, cuando mis padres me regañaban… cuando en definitiva el mundo se ponía contra mí, allí estaba ella esperándome siempre, siempre fiel, siempre dispuesta a escucharme, siempre de mi parte, incondicional.

No solo ese primer verano, a ese le siguieron muchos otros, y ella me esperaba igual que una novia enamorada, arregladita y con sus mejores galas, parecía guardar sus mejores frutos para mí, escondidos entre sus ramas más altas, y yo los cogía agradecido saboreando con deleite y degustando algo que nunca más he vuelto a experimentar, un                                                                

sabor único e inigualable, que recibía desde el amor que sabía que de alguna manera ese noble árbol me profesaba. .

Ella vivió conmigo la emoción de los primeros amores, y también el dolor del desamor. Con ella escribí mis primeros poemas, que solo ella leyó y también solo ella escuchó secretos de los que ya ni yo mismo me acuerdo.

 Al crecer, la magia de la infancia se apartó de mí y la vida me llevó por derroteros muy lejanos a esas tierras. Tuvieron que pasar varios años para que de nuevo el destino me llevara hasta aquel escenario de mis juegos infantiles.

Mi primera visita fue a ella. Iba ansioso, nervioso, como quién acude a una cita anhelada desde hacía muchos años. Según me iba acercando, el corazón se me aceleraba, ¿cómo estaría, habría otro niño ocupando mi lugar,… se acordaría de mí?

Al irme aproximando un negro presentimiento cubrió mi corazón, nada en el entorno hacía sospechar que hubiese vida vegetal. Un mar de cemento y hormigón se levantaba en el antiguo cañaveral, que en aquel tiempo lejano me separaba de ella. Corrí desesperado intentando localizar el lugar donde antes se erguía orgullosa. Pero en su lugar un enorme y gris edificio aplastaba el suelo donde ella antes habitó. Caí a sus pies, haciendo un verdadero esfuerzo por contener las lágrimas. No se cuánto tiempo permanecí allí.                                                                   

Cuando logré calmarme, algo familiar llamó mi atención, algo en lo que no había reparado hasta entonces: el olor, ¡era su olor!, pero ¿de donde venía? era imposible, sería una jugarreta de mi inconsciente.

Pero no, cuanto más me centraba más intenso era. Miré a mi alrededor y tras una larga búsqueda encontré lo que buscaba y sonreí.

Debajo del último escalón de la mole usurpadora, asomaba tímida, pero rotunda y escandalosamente verde, una pequeña hoja de higuera. Fue como un soplo de esperanza, un mensaje de la naturaleza, avisándonos que antes o después recuperará su sitio.

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