RELATOS DE LA HISTORIA DE MOTRIL

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LA POMPA FUNERAL EN EL MOTRIL DE LOS SIGLOS XVI AL XVIII

MANOLO DOMÍNGUEZ -Historiador y Cronista Oficial de la Ciudad de Motril-

Un hábito para morir. La mortaja

Los difuntos normales eran amortajados y atados de pies y manos para disponerlos para el velatorio. El lienzo blanco debió ser el más utilizado desde la Edad Media como mortaja para las clases populares, pero a partir del establecimiento de las órdenes religiosas mendicantes en los siglo XIV y XV, se inicia la costumbre el usar como mortaja un hábito religioso en las clase medias y altas hasta generalizarse totalmente en los siglos XVII y XVIII no solo por devoción sino también por la indulgencias que llevaba aparejado cada hábito. Al final el lienzo quedaría solo para los pobres de solemnidad. En Motril en los testamentos que conocemos del siglo XVI no se especifica la mortaja y desde principios del siglo XVII el hábito que primero tenemos constancia de su uso es el de san Francisco de Paula, quizá porque esta, orden conocida como Mínimos de la Victoria, fuese la primera en establecer su convento en Motril. En el testamento de Luisa de Rivera otorgado en 1603 se ordena “…mando que me entierren con el abito de san Francisco de Paula y se pague por el la limosna acostumbrada de mis vienes”. También, el regidor Alonso de Contreras y su mujer Ana Gutiérrez eligen en su testamento este hábito para amortajarse.

Pero es el hábito de san Francisco de Asís el que mayoritariamente es elegido por los testamentarios motrileños para su mortaja desde que, en 1613, la orden franciscana establezca su convento en la ermita de la Virgen de la Cabeza. En casi todos los testamentos que conocemos se hace referencia a este hábito en una proporción que se acerca al 95% y es normal que se recoja la cláusula testamentaria del tenor siguiente: “Es mi voluntad que quando la Divina sea servida llebarme de esta vida a la eterna bienaventuranza mi cuerpo sea amortajado con el avito de la sagrada religión de nuestro señor san Francisco de Asís recoletos de esta ciudad…”. No tenemos constancia que se usase el hábito de los Capuchinos antes de establecimiento de esta orden en Motril en 1641 y posteriormente es muy escaso su uso, según se desprende de los testamentos que conocemos.

Los sacerdotes eran amortajados con las vestiduras sacerdotales que seguiría gozando hasta el siglo XVIII de gran implantación. Así ocurrió con los presbíteros Juan Joseph de Luminati. Antonio Sedano y Andrés Campoy, fallecidos en el siglo XVIII y que mandan ser enterrados con las “vestiduras sagradas para adorno del cargo”.

El velatorio y el duelo

Amortajado y aseado el cuerpo es expuesto para el velatorio. El espacio se transforma ya que la cercanía de la muerte daba a la casa un aire sacralizado y el luto se impone especialmente en la habitación donde se exhibía el cadáver donde se ponían tantas colgaduras negras que prácticamente se ennegrecía el aposento, hasta punto fue la costumbre tan exagerada que Felipe V ordena en una pragmática de 1723 que “…en las casas de duelo solamente se pueda enlutar el suelo del aposento donde las viudas reciben las visitas”.

El centro de la casa es sin duda el difunto que se expone a la familia, amigos y vecinos en un intenso exhibicionismo funerario que hoy es difícil de comprender y su duelo debía ser proporcional  a la calidad del difunto, aunque el concilio de Trento impuso la moderación a los sentimientos de dolor desatados, llegándose en algunas constituciones obispales incluso a prohibir que la viuda acompañase los entierros por el escándalo que con sus llantos podían ocasionar. Lo normal era, en Motril, colocar al difunto en la habitación más grande de la casa sobre una cama y colocarle en el pecho y a la cabecera un crucifijo y cuatro velones en las esquinas, aunque todo esto dependía de la capacidad económica del fallecido. Algunos ni velas podían comprar.

El sonido de la muerte

Desde el momento del fallecimiento las campanas de la Iglesia Mayor transmitían el suceso a toda la población; es el sonido de la muerte tan normal en los ritos funerarios casi hasta nuestros días y que por eso tan exiguamente se recogen en los testamentos. Apenas en dos de todos los consultados aparecen referencias a las campanas. Son, ambos de 1641, los de María Suárez que ordena que en su entierro se toque doble a pino y el de María Ruiz que dice que es hermana de la cofradía de la que es mayordomo Marcos Pérez y pedía que en su sepelio se doblase a pino tal y como estaba recogido en los estatutos de la dicha cofradía.

 De todas maneras las constituciones sinodales del Arzobispado de Granada de 1572 regulaban perfectamente el toque de difuntos: se daban tres clamores (un clamor eran cuatro golpes de doble) de campana si el difunto era varón y si era mujer dos clamores. Otro cuando lo traen a la iglesia, otro cuando le dicen la misa y otro cuando lo entierran. Por difuntos menores de diez años solo dos clamores, uno cuando muera y otro cuando lo entierren. No se podrá tañer a pino sin licencia del Arzobispo o de su provisor, bajo la pena de un ducado y quedaba prohibido doblar de noche desde el toque de oración hasta el de alba.

El Entierro

Llegaba la hora del entierro. Todos los datos recogidos en testamentos y partidas de defunción motrileñas parecen indicar que se respetaban las 12 horas que ordenaban la mayoría de las ordenanzas obispales para una muerte considerada como usual y el sepelio no se retrasaba más de 24 horas. Salía el cura de la iglesia en dirección a la casa del difunto, iba vestido con sobrepelliz, estola y capa negra, acompañando la cruz que iría delante portada por un sacristán. Decían en la casa del difunto un responso y una oración sobre el cuerpo y se iniciaba el cortejo funerario para trasladarlo a la iglesia llevándolo a hombros los familiares, amigos y vecinos y si era eclesiástico lo deberían llevar los de su mismo estado, cantado todos el salmo “Ad te levavi” o rezando las letanías. Estaba prohibidos los entierros nocturnos a no ser por algunas causas especiales, como es el caso de las mujeres muertas en el accidente de la Casa de Comedias de 1791 para evitar alteraciones del orden público.

El féretro o caja

 El cadáver se transportaba en unas andas o en una caja parroquial con los pies por delante. En la mayor parte de las partidas de defunción que conocemos la caja perteneciente a la parroquia, que era recuperada en el momento de depositar el cadáver en la sepultura y por su uso se pagaban en Motril 6 reales en la segunda mitad del siglo XVII y 8 reales en los primeros años del XVIII. Había pocos entierros con caja propia, lujo solo al alcance de los más pudientes y la gran mayoría de niños y todos los pobres de solemnidad eran transportados en andas y enterrados sin caja.

Tipos de entierro

El en siglo XVII, según se desprende de las diversas partidas de defunción de Motril, había varios tipos de entierro:

Entierro doble a pino: Asistía toda la comunidad de clérigos de la parroquia. Costaba 230 reales.

Entierro doble a llano: Asistía media comunidad de clérigos de la parroquia. Costaba 208 reales.

Entierro semanero con sacristán: Lo realizaba el cura semanero y con sacristán en las andas. Costaba 116 reales.

Entierro semanero sin sacristán: Solo asistía en cura semanero. Costaba 66 reales

El entierro de pobres y niños era totalmente gratuito.

En el siglo XVIII, según las Constituciones de la Iglesia Mayor, los dos tipos de entierros existentes eran:

Entierro a llano: Se conocía también como entierro semanero porque los hacia el beneficiado o cura semanero sin asistencia de los demás eclesiásticos, bien sea de pobre o de pago. A partir de que la Iglesia Mayor fue elevada a Colegiata en 1765 este modelo de entierro de hacía de la misma forma por uno de los seis eclesiásticos que servían los beneficios, turnando con ellos los dos curas de la parroquia.

Entierro a pino: Asistían los seis sacerdotes beneficiados y los curas con todos los demás ministros de la iglesia. A partir de la Colegiata asistían seis clérigos en nombre del Cabildo Eclesiástico y por su trabajo cobrarían los estipendios fijados y la cera del acompañamiento que pagaría la familia del difunto. En este tipo de entierro la cera de la ofrenda que era cuatro velas que se ponían al féretro se dividían en ocho partes: sacristán, curas y seis para la masa de la Distribución de la iglesia. No tendrían obligación de asistir el resto de los clérigos, Si para algún entierro se pedía la asistencia, el precio seria, además de las tasas fijadas, 60 ducados y cera que serían una vela de libra para el abad, una de media libra para cada canónigo y una de cuarto de libra para cada uno del resto de los eclesiásticos. Debido al alto costo de este modelo de sepelio se introdujo el entierro de media comunidad, más asequible, pero aún muy alejado de las posibilidades económicas de la gran mayoría de los vecinos motrileños.

Curioso fue el caso ocurrido en 1580, cuando los beneficiados de la Iglesia Mayor se negaron a enterrar a Alonso Calvo porque sus herederos no habían podido pagar los 9 ducados que costaba el entierro. El cadáver había quedado a la intemperie en el cementerio y 3 días después tuvo que intervenir el Concejo municipal para que se le diese sepultura.

Criptas de entierro en la Iglesia Mayor en el siglo XVIII…

El acompañamiento

El acompañamiento era minuciosamente precisado por la gran mayoría de testadores y el que fuese más o menos numeroso también dependía de su fortuna monetaria. En 1520  Pedro Victoria disponía que lo acompañasen en su entierro la cruz y  todos los clérigos de Motril y Salobreña. Juan de Salcedo Molina, regidor, ordenaba en 1600, que le acompañasen todos los beneficiados, capellanes y clérigos de Motril y los frailes del convento de la Victoria. Alonso de Contreras, regidor, y su mujer Ana Gutiérrez recogen en su testamento de 1622 que asistían a sus entierros todos clérigos de que hubiese en la población más los frailes de los conventos de la Victoria y de san Francisco. Había acompañamientos más humildes como el de Juan de Reguera en 1651 con solo el cura y el sacristán de la Iglesia Mayor o los entierros semaneros y de pobres que son la gran mayoría de los recogidos en las partidas del libro de defunciones de 1716-1731 donde solo asiste el cura. Es normal también, que, en algunos testamentos, se recogiera que acompañaran al cadáver varios pobres de solemnidad o niños a los que el testador generalmente les regalaba algunas ropas. En algunos, un grupo de músicos.

Cofradías y Hermandades

Un papel muy importante en los acompañamientos funerarios lo desempeñan las cofradías y hermandades. Surgidas fundamentalmente como asociaciones de ayuda mutua se convirtieron bastante pronto en instituciones de la muerte, explicadas por el vacío estatal y municipal en materia de previsión social, imagen infinitamente mucho más relevante que todo lo que muchas veces se ha querido ver en ellas como grupos exclusivamente penitenciales en las procesiones de Semana Santa.

En las comitivas fúnebres las cofradías desempeñaban una importante función, ya que aseguraban a cada hermano la certidumbre de que el suyo sería un buen entierro y la forma en que su cuerpo seria tratado. Hasta ahora la cofradía más antigua de la que tenemos datos en Motril es la de San Sebastián, ya existente en 1520 y que acompañó el entierro del alcaide Pedro Victoria. En 1534 estaba ya establecida la cofradía de la Esclavitud del Santísimo Sacramento que asistía a los entierro de su hermanos con 12 cirios y es citada en los testamentos de Teresa Pérez de Molina en 1621 y en el de Alonso de Contreras en 1622. Juan de Salcedo fallecido en 1601, dice en su testamento que es hermano de la cofradía de Nuestra Señora del Rosario y Luisa de Rivera en 1603 pide que, como hermana de la cofradía, la acompañe en su entierro como es costumbre con estandarte y cera. En la iglesia del hospital de Santa Ana tenía su sede la hermandad de la Vera Cruz que se remonta al menos a 1616 y entre cuyas obligaciones constitucionales está la de acompañar los entierros de sus hermanos con estandarte y cera. Igual hacen el resto de las cofradías y hermandades establecidas en Motril durante el siglo XVII y XVII, garantizar el acompañamiento a la iglesia de todo aquel que se ha inscrito en alguna de ellas.

El cortejo funerario. Las posas

El recorrido de las calles por donde había de pasar el cortejo fúnebre era determinado por el beneficiado más antiguo de la parroquia. Algunas veces se acostumbraba a detenerse en algunas intercesiones de calles o en las cruces como en la de la ermita del  Carmen, cruz de Conchas, cruz de la plaza de la Aurora, etc.;  para cantar algún responso por el alma del difunto estas paradas o “posas” se repetían dos o tres veces según la distancia a recorrer.

 La presencia del cortejo seria impresionante: la cruz abría el camino, seguida del clero parroquial, religiosos de los conventos, cofradías con estandartes y familiares y amigos vestidos de oscuro, pobres, niños, etc., todos ellos portando velas, cirios y antorchas y de fondo los rezos y el sonido de la campana con sus clamores recordando lo efímero de la vida.

De cuerpo presente

A la llegada a la iglesia el cadáver era colocado en el suelo o en una tarima de una o dos gradas. Era lo que llamaban la tumba o túmulo que se cubriría, cuando se pagaba por ello, con una bayeta de terciopelo negro y se rodeaba con la cruz de la parroquia y los cirios mortuorios que con las velas y hachones del acompañamiento, daban  el aspecto de la denominada “capilla ardiente”.

El cuerpo se colocaba con los pies hacia el altar o la cabeza en esa posición si el difunto era eclesiástico. A continuación el cura incenciaba y rociaba con agua bendita y comenzaban las exequias que consistían en una vigilia, una misa cantada o rezada de cuerpo presente y novenario de misas rezadas o cantadas. Dependiendo del pago a la misa de réquiem podrían asistir diáconos y subdiáconos. Casi la totalidad de los testadores motrileños de esta época, solicitaban que “el día de mi entierro si fuere ora y si no al día siguiente se me diga misa, vigilia de cuerpo presente y novenario que es costumbre”; pues la omisión o el olvido de esta fórmula se consideraba según la escatología signo de muerte eterna. En las constituciones sinodales del Arzobispado granadino de 1572 se ordenaba que a cualquier difunto, rico o pobre, se le deberían decir la vigilia, misa de réquiem y novenario, pero se prohibía que la vigilia tuviese  nueve lecciones, si el fallecido no fuese rey, príncipe o prelado y si  alguno lo encargaba en su testamento no se dirán en el mismo día del entierro. La ofrenda para colocar sobre el túmulo seria de pan, vino y cera, aunque las sinodales aceptaban que aquellos lugares donde faltasen se podrían dar en dinero.

Por los costes de este ceremonial mortuorio podemos conocer la disparidad de las fortunas personales de los testadores y se puede apreciar en general un deseo importante de ostentación por parte de los motrileños más acaudalados. La gran mayoría de los vecinos de la ciudad no podían sufragar los importantes gastos que suponían la caja, la sepultura y la asistencia de clérigos, frailes y “demás acompañados” que rezaran por su alma, con lo cual esta se vería desamparada sin las diversas intercesiones. De ahí el gran papel que en la religiosidad popular representaron las cofradías en el acompañamientos de entierros de las clases populares. Pero había otros, muchos, que ni siquiera podían pagar la cuota para inscribirse en una de estas asociaciones y que son enterrados sin más asistencia que lo mínimo que estipulan las constituciones y con el acompañamiento de familiares y amigos y con alguna hermandad que, como la motrileña Cofradía de las Animas, recoge en sus estatutos asistir a los entierros de los pobres de solemnidad.

Terminada la misa los asistentes se congregaban alrededor del cuerpo para rezar el responso y desde el altar partía una nueva procesión hasta llegar al sitio de la sepultura, donde tras un nuevo y último responso con incienso y agua bendita el sacerdote bendecía el cadáver con la frase “Réquiem aeternan eis, Domine” y contestaban los presentes “Requiescant in pace”. Daba así fin la ceremonia de los sufragios inmediatos y se procedía a sepultar el cuerpo; ya fuese en las naves de la Iglesia Mayor, en las iglesias de los conventos o en el cementerio anexo a la parroquia o en el de la ermita del Carmen.

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