RELATOS DE LA HISTORIA DE MOTRIL

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LA INQUISICIÓN CONTRA FRANCISCO JAVIER DE BURGOS A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX

MANOLO DOMÍNGUEZ -Historiador y Cronista Oficial de la Ciudad de Motril-

La notoriedad alcanzada por la Inquisición española ha dejado en segundo plano dos realidades históricas que, desde un principio, conviene tener en cuenta. La primera de ellas es que la Inquisición no nació en nuestro país, siendo conocida antes en otros como Italia y Francia. La segunda, que la Inquisición, en su desarrollo ulterior, tampoco fue privativa de España ni de los países católicos. Se trata de un fenómeno producto de la intolerancia religiosa, o de la consideración de que la herejía es un mal que conviene extirpar, que adoptó formas distintas según cuáles fueran, en cada caso, los patrones de la ortodoxia, y también según los lugares y los tiempos. La esencia de la actividad inquisitorial reside en la represión de los disidentes, por lo que, junto a la religiosa, también cabría hablar extensivamente de una Inquisición política, o de cualquier otra aplicada a vigilar y castigar, en los diversos sectores de la actividad social, a quienes no se ajustan al modelo de creencias y conducta previamente establecido.

Propiamente, sin embargo, hablamos de la Inquisición como de un fenómeno que surge en el ámbito religioso para garantizar la unidad de la fe e impedir y castigar la heterodoxia. La reputación de la Inquisición española, muy especial, se explica por su entronque con el aparato político, es decir, por la estatalización de la represión religiosa, por su prolongada duración, y por coincidir además con unos tiempos en los que España fue la primera potencia mundial o desempeñó, en todo caso, un papel de notable influencia y poder. Tengamos en cuenta que la Inquisición aparece en España en 1478, durante el reinado de los Reyes Católicos, y es definitivamente suprimida en 1834, cuando ya había muerto Fernando VII.

El largo brazo de la Inquisición alcanzó, también en Motril, a un miembro de una de las familias más relevantes de nuestra ciudad, Francisco Javier de Burgos que tenia 21 años cuando fue denunciado ante el Tribunal del Santo Oficio de Granada por el regidor motrileño Antonio García Alcántara el día 7 de agosto de 1802.

Por su denuncia, García Alcántara, ponía en conocimiento de los Inquisidores que el denunciado en las tertulias y reuniones de Motril se comportaba muy deplorablemente por no tener ningún espíritu religioso y que hacia pública mofa de las facultades del Papa.

El Tribunal evitaba proceder con precipitación al recibir una acusación por el lógico temor a errar en sus apreciaciones. Por ello no solía actuar sobre la base de meros indicios sino después de haber y reunido pruebas. Aceptada la acusación contra Burgos se procedió a completar la prueba de testigos. Ante todo, preguntaban al propio denunciante si existían otras personas que conociesen de los mismos hechos; si la respuesta era positiva se les citaba para interrogarlos, en forma general, acerca de si tenían algo que declarar en lo tocante a la fe.

El primer testigo llamado fue el también regidor Antonio Garvayo, de 31 años y regidor perpetuo de Motril, que declaró bajo juramento que el acusado afirmaba que las bulas de la Santa Cruzada, indulgencias, la bula de carne en dispensa de comer de vigilia en Cuaresma, así como las dispensas de los matrimonios, votos, etc., el Papa daba todo esto por dinero y no por cuestiones de fe. Aborrecía a los religiosos a los que llamaba “Polillas del Estado” porque disfrutaban de muchas rentas cuando solo debían tener las justas para mantenerse y que frailes y sacerdotes tenían controlados a los reyes para que estos mantuviesen sus crecidas rentas.

Garvayo declaró, además, que Burgos decía, a todos los que querían escucharle, que los religiosos eran unos bergantes y especialmente las ordenes de frailes mendicantes que mantenían a mucho bribón que de otra manera podrían ser útiles al Estado. Aborrecía al Santo Tribunal porque castigaba al quemadero al que no sigue la Religión Católica, siendo el hombre libre y que por lo tanto no debía ser obligado a seguir una determinada religión hasta que no tuviese uso de razón.

El fiscal llamó a otro testigo, en este caso al alférez de la Compañía de Caballería de la Costa José Mendicuti. Este testigo declaró que oyó decir a Burgos que los sacerdotes en cuanto se ordenan tomaban pasaporte para ser malos y que eran muy pocos los clérigos honrados porque sus muchas rentas les daban margen para ello y que creía que serían mas útil al Estado disminuir las rentas de los clérigos que cargar las contribuciones sobre los labradores.

Burgos decía, también según Mendicuti, que había muchos religiosos y muchas ordenes y que en ellas entraban los clérigos no por el servicio a Dios sino por asegurarse su subsistencia y quitarse del trabajo y que la mayor parte de los religiosos estaban amancebados. Por todo esto, decía Francisco Javier, que su padre había querido que él fuese clérigo, pero que viendo todo esto, se negó.

Francisco Javier de Burgos. Litografía de Fernando Miranda. Hemeroteca Nacional…

Otro de los testigos Diego de Mena, capitán de Caballería, ratificó lo que Burgos expresaba sobre las bulas y de las indulgencia papales, que los clérigos no declaraban las muchas rentas que tenían y que solo servían para seducir y mantener mujeres y que los religiosos eran unos bergantes que andaban de casa en casa de los vecinos de pueblos y ciudades, queriendo mandar en ellas. Afirmaba, Burgos, que únicamente debería haber un convento o dos y siempre alejados del pueblo.

Otro vecino de Motril, Antonio Fonseca, oyó decir al acusado que el Padre General de los Franciscanos estaba en la Corte sin ir nunca a su Arzobispado y que hacia lo  que le daba la gana gracias a que le daba 200.000 reales mensuales a la reina.

Fernando Fonseca, canónigo de la Iglesia Mayor, testificaba que, entre otras cosas, Francisco Javier aseveraba que las rentas y las cuantiosas propiedades de la Iglesia, podrían usarse para cubrir la deuda nacional y que al secularizarlas rendirían mucho más al pasar a manos de propietarios privados.

Los otros dos testigos presentados, María del Carmen Fonseca y Teresa Escamilla, fueron algo más suaves con Burgos, únicamente dijeron que el denunciado proclamaba que detestaba a la Inquisición y que las haciendas eclesiásticas podrían ayudar a cubrir las necesidades de la Nación.

Terminada la fase testifical, el fiscal dijo que todos los testigos eran personas de crédito por su buenas costumbres y que el reo, que en esa época era colegial del Colegio de San Cecilio de Granada, se portaba con el mayor honor y su vida y costumbres eran buenas, ni había tenido nunca escándalos y asistía a misa y a otros actos de piedad y pidió al Tribunal que compareciese para ser interrogado Gregorio Ruiz de Castro, motrileño Auditor de Marina. Tras ser preguntado declaró que nunca había oído decir nada a Burgos y que si había dicho alguna vez algo, era porque era muy orgulloso y a veces presumía.

En este estado de cosas, se presentó ante el Tribunal  Juan Antonio Bellido, cura párroco de Motril, explicando que el reo se hallaba muy arrepentido y lo que había afirmado se debía a la lectura de libros de impiedad y había sido arrastrado por el mal ejemplo de los libertinos.

El Tribunal pidió la comparecencia del reo y tras ser interrogado, dijo que leía libros prohibidos de Voltaire, Rousseau, Volney, Du Point de Nemours, Helvecio y otros filósofos modernos. No se acordaba de las personas que se los dieron, por tener sólo amistad con ellos en teatros y cafés, sólo recordaba a un amigo francés llamado Domingo de Cassaiguard, un tal Moreno y otro nombrado Gregorio que era de Almendralejo.

Con esto terminaba la fase de proceso y el fallo del Tribunal de Santo Oficio no se hizo esperar y por el cual daban al párroco de Motril facultad para que absolviese a Francisco Javier de Burgos de los pecados cometidos, dejando a su arbitrio la imposición de las penitencias convenientes. Poco después, el párroco informaba al Tribunal que ya hacia días que observaba al reo como buen feligrés.

Se concluía, así, el proceso inquisitorial contra el que después sería uno de los afrancesados más destacados y primer ministro de Fomento en el reinado liberal de Isabel II.

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