El cielo y el infierno

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CONCHA CASAS

Esta zona que tengo la fortuna de habitar, guarda parajes tan escondidos y poco transitados, como bellos e incomparables.

De Gualchos a Motril, hay una carretera que cada vez que la transito, pienso que a Jacob se le olvidó recoger la escalera que llevaba al cielo y que el paso de los años, como ocurrió con el castillo de la bella durmiente, la cubrió de vegetación.

Serpentea ese camino la montaña, como si se burlase con ello de cosas tan elementales como la fuerza de la gravedad, ya que en ocasiones, el viajero tiene la sensación de ir flotando por las nubes, en lugar de pisando tierra firme como realmente ocurre.

La naturaleza parece que allí no se ha percatado, de que el ser humano anda empeñado en destruirla, y ejerce su dominio absoluto, con una rotundidad y una esplendidez tal, que sobrecoge a quien la contempla, haciéndole sentir parte integrante de lo que en realidad siempre formó parte.

Tal es esa simbiosis, que hasta los animales participan de ella. Recuerdo en una ocasión en que bajé del coche, para respirar ese aire que parecía llamarme para que así lo hiciera, que un zorro salió tras un matorral, para pararse junto a mi y mirar en la misma dirección en que yo lo hacía, como si fuese un eterno compañero de viaje, y mi presencia allí, le hubiese animado a retomar la complicidad perdida.

La soledad, el silencio quebrado por el viento que susurra entre los árboles y los matorrales, las aves que planean bajo tus ojos, buscando ese mar que se confunde con el cielo en el que nos parece estar en esos momentos, producen tal plenitud, que ahora mismo por el simple hecho de contarlo, vuelvo a experimentarla.

Pues incomprensiblemente, esa maravilla ante la que había que inclinarse cada mañana o simplemente agradecer al universo que nos permita disfrutarla, ha sido atacada este verano hasta por tres veces, de la manera más vil, cobarde y dolorosa que alguna mente enferma pueda imaginar… con el fuego.

Lo recuerdo y aún acuden lágrimas a mis ojos, como si esas pequeñas gotas quisieran liberarme de mi impotencia, colaborando a la extinción de ese fuego siempre provocado y siempre destructor.

Los tres además, se hicieron aprovechando la fuerza de los vientos, los dos primeros de poniente y este último de levante, para asegurarse así la mano asesina, de que su crimen iba a ser aún mayor.

No hay palabras para calificar a quien así actúa, pero sí rabia y dolor para denunciar unos crímenes, que nunca deberían quedar impunes.

 

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