Opinión.-
Antonio Gómez Romera
Domingo, 5 de mayo de 2024
EN EL CCIII ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE NAPOLEÓN BONAPARTE EN LA ISLA DE SANTA ELENA
Hoy domingo, 5 de mayo, festividad del Día de la Madre, decimoctava semana de 2.024, se cumplen 203 años (sábado, 1.821), del fallecimiento, en la remota y ventosa isla de Santa Elena, del militar y político francés Napoleón Bonaparte (1.769 – 1.821). Sucedió a las 17 horas y 47 minutos, después de llevar 40 días en cama. El que, hasta hacía poco, había sido Emperador de los franceses (1.804 – 1.814) y “dueño” de casi toda Europa, se encontraba desterrado y prisionero, desde el sábado 14 de octubre de 1.815, en Santa Elena (Saint Helena), una minúscula isla perdida en el Océano Atlántico Sur y controlado por la Royal Navy británica.
Isla de Santa Elena
La pequeña isla de Santa Elena, situada en el Océano Atlántico Sur (a 15° 56′ de longitud Sur y 5° 45′ de longitud Oeste) a unos 1.950 kilómetros de la costa suroeste africana (Angola) y a 2.900 de la americana (Brasil), tiene una extensión de 121 kilómetros cuadrados. La isla fue descubierta por Juan de Nova (1.460 – 1.509), navegante español al servicio del rey de Portugal, cuando regresaba de un viaje desde la India, el día 21 de mayo de 1.502, festividad de Helena de Constantinopla (Flavia Julia Elena, 250 – 330), la madre del emperador romano Constantino el Grande (272 – 337). Aunque la isla estaba deshabitada, tenía muchos bosques y agua dulce. Antes solo se podía acceder a ella desde Ciudad del Cabo (Sudáfrica), tras un viaje de 5 días navegando a bordo del RMS “St. Helena”, retirado del servicio hace 6 años (2.018) y hoy, puede visitarse tras un vuelo de 7 horas desde Johannesburgo (Sudáfrica). Su aeropuerto internacional (HLE) es de categoría C, el nivel más difícil y, actualmente, solo hay 9 pilotos en todo el mundo cualificados para volar a Santa Elena.
El astrónomo Edmund Halley (1.656 – 1.742), el explorador James Cook (1.728 – 1.779), el naturalista Charles Darwin (1.809 – 1.882) y el novelista William Thackeray (1.811 – 1.863), se alojaron en la isla y en 1.805, Arthur Wellesley (1.769 – 1.852, duque de Wellington), la visitó cuando regresaba a Inglaterra desde la India, si bien, el barco que lo llevaba a tierra zozobró con el fuerte oleaje del océano. Se ahogaron tres personas. Wellington no podía nadar, pero un joven acudió a rescatarlo y si no lo hubiera hecho, quizá la batalla de Waterloo no hubiera ocurrido. Administrativamente, es parte del territorio británico de ultramar de Santa Elena, Ascensión y Tristán de Acuña. El comercio estuvo en auge desde 1.657, cuando Oliver Cromwell (1.599 – 1.658) concedió a la Compañía de las Indias Orientales una cédula para gobernar la isla. Arribaron allí un pequeño pelotón y unos cuantos colonos, convirtiendo Santa Elena en una de las colonias británicas más antiguas. Con las riquezas del comercio que llegaban de la India, construyeron un fuerte, un castillo, la iglesia de St. James y “Plantation House”, la residencia oficial del Gobernador.
Santa Elena ofrece en su topografía: rocosos acantilados esculpidos por el mar, valles empinados cubiertos de vastos campos de lino, bosques exuberantes plagados de helechos arborescentes bañados por las brumas y arena negra a lo largo de la curva de Sandy Bay. En sus aguas habitan 30 especies de peces endémicos y entre enero y marzo también las visitan los tiburones ballena. Los naturalistas pueden encontrarse cara a cara, en “Plantation House” con el animal vivo más viejo del mundo, “Jonathan” la tortuga gigante que eclosionó en torno a 1.832, y avistar especies endémicas como el chorlito de Santa Elena y caracol “Succinea sanctaehelenae”.
El senderismo es uno de los principales atractivos de la isla y la estrella son los 699 escalones de la “Escalera de Jacob” (“Jacob’s Ladder”), catalogada de grado I, que enlaza la capital, Jamestown, con el antiguo fuerte. En esta isla, varada tanto digital como geográficamente, se goza una vida más lenta y de placeres sencillos. Los lugareños te saludan por la calle, tanto si te conocen como si no y el eslogan turístico de la isla es: “Santa Helena, un soplo de aire fresco”.
Napoleón en Santa Elena
Tras una travesía de 2 meses, el HMS “Northumberland”, avista la costa de la isla de Santa Elena el 14 de octubre de 1.815. Napoleón pasa sólo una noche en Jamestown, la principal población de la isla, que habita en una alineación de casas a lo largo de un camino entre dos laderas escarpadas.
Durante dos meses vive instalado en el pabellón Briars, residencia del comerciante William Balcombe, director de ventas de la compañía inglesa de las Indias Orientales. Mientras tanto, las autoridades de la isla acondicionan la que ha de ser su residencia definitiva: “Longwood House”, una casa humilde y pobremente amueblada, situada a unos 5 kilómetros de Jamestown, sobre una meseta a 500 m.s.n.m., en el centro de la isla, delimitada por el pico más alto de Santa Elena (Diana’s Peak, 818 m.s.n.m.) y por los acantilados de la costa, impracticables para la navegación.
Sin apenas árboles y con un suelo que no permite la horticultura, tal y como Napoleón comprueba enseguida, azotado por el viento y bajo un cielo a menudo plomizo, todo el paraje transmite una sensación de desolación, donde la humedad impregna las paredes de la casa, las termitas corroen del mobiliario y el lugar está infestado de ratas. Sólo unos pocos de sus más fieles compañeros han recibido autorización para quedarse a su lado; entre ellos se encuentran los generales Charles Tristan (1.783 – 1.853, marqués de Montholon), Henri Gatien Bertrand (1.773 – 1.844) y Gaspard, barón Gourgaud (1.783 – 1.852), su chambelán, el conde de Las Cases (1.766 – 1.842), a quien dicta sus Memorias
(“Mémorial de Sainte Hélène”), y el médico corso François Antommarchi (1.780 – 1.838), el último facultativo que cuida a Napoleón, llegado a la isla por encargo de su madre, María Letizia Ramolino (1.750 – 1.836), pero con el que no consigue trabar una buena relación.
Napoleón está estrechamente vigilado por los británicos y debe soportar las fastidiosas medidas del Gobernador de la isla, sir Hudson Lowe (1.769 – 1.844), oficial estricto y de probada lealtad, al mando de una guarnición de 3.000 hombres. Fue seleccionado por el primer ministro británico Robert Stewart, Lord Castlereagh (1.769 – 1.822) y el secretario de estado para las Colonias, Henry Bathurst, tercer conde de Bathurst (1.762 – 1.834), para mantener la vigilancia sobre el ilustre prisionero de Santa Elena, el cual, ante el temor de que el prisionero escape, aplica al pie de la letra todas las instrucciones dictadas por el Gobierno de Londres, con lo que censura sistemáticamente la correspondencia de Napoleón, supervisa todas las visitas a “Longwood House” y, desde su residencia en Jamestown, está siempre al corriente de la situación en Longwood mediante un sistema de señales con banderas que se hacen ondear desde una colina próxima. Napoleón puede moverse libremente en un perímetro de 7 kilómetros; más allá de él, se encuentra con destacamentos de soldados distribuidos regularmente. Durante la noche, los soldados se apostan a escasos metros de la casa. Un oficial británico residente de forma permanente en Longwood debe cerciorarse dos veces al día de la presencia de Napoleón. Bonaparte, pronto se encierra en la casa que le han asignado y se niega a disfrutar de las pocas libertades que aún le concede su guardián.
Durante meses, Napoleón sufre dolores abdominales, náuseas, sudores nocturnos y fiebre. Cuando no está estreñido, le asalta la diarrea; pierde peso. Se queja de dolores de cabeza, piernas débiles y malestar con luz brillante. Su habla se vuelve confusa. Los sudores nocturnos lo dejan empapado. Sus encías, labios y uñas son incoloras. El 16 de abril de 1.821, Napoleón, que se siente muy débil y que sabe que la enfermedad le mina su salud, dicta su testamento, en el que deja escrito: «Mi muerte es prematura. Me han asesinado el oligopolio inglés y su asesino a sueldo».
Una leyenda popular dice que Napoleón fue envenenado. Esta es una verdad a medias: es cierto que se envenenó, pero fue de forma accidental y fruto de una decisión errónea suya, pues el pigmento con el que estaban pintadas las paredes de varias habitaciones, llamado verde de Scheele en honor al químico que lo inventó, Carl Wilheim Scheele, 1.742 – 1.786), tiene arsenito de cobre, un compuesto que contiene arsénico, elemento altamente tóxico y, con el tiempo se ha sabido que la exposición regular a las partículas de arsénico esparcidas en el aire que respiraban los habitantes de la casa incrementa el riesgo de padecer varias enfermedades, entre las cuales está el cáncer de estómago. La decisión de pintar la casa con verde de Scheele fue del propio Napoleón, por ser su color favorito, ser muy duradero y tardar mucho en decolorarse.
Antes de morir y por su expreso deseo, se celebra una misa. Las últimas palabras de Napoleón Bonaparte son: “Francia, ejército, líder del ejército, Josefina”. Fallece, a los 51 años de edad. Al día siguiente de su muerte bajo custodia británica, 16 observadores asisten a la autopsia, 7 médicos entre ellos. Son unánimes en su conclusión: Napoleón ha muerto de cáncer de estómago, la misma causa del fallecimiento de su padre y una de sus hermanas. Sus restos son transportados por un carruaje seguido muy de cerca por el último caballo que Napoleón ha montado en vida, Sheick. La comitiva, flanqueada por soldados ingleses que siguen la marcha fúnebre con sus mosquetes en bandolera, llega hasta el llamado Valle de los Geranios, posteriormente conocido como Valle de la Tumba, situado a unos 3 kilómetros de “Longwood House”. Y allí, bajo unos sauces y junto a la Fuente de Torbett, es formalmente sepultado. Tiene puesto su uniforme, una placa a un lado y una cruz de plata sobre el pecho. La capa de paño azul bordada en plata que llevó en la batalla de Marengo le ha servido de paño mortuorio en sus exequias. Su lápida carece de inscripción.
El hombre que había impuesto su política en casi toda Europa, el vencedor de innumerables batallas, el político que a nadie dejaba indiferente, pues se le podía odiar o adorar, no había término medio, inspiró miedo a sus enemigos, incluso después de muerto, hubo que esperar 19 años (18 octubre 1.840), para que su cuerpo, de acuerdo con sus deseos de ser enterrado «a orillas del Sena, en medio del pueblo francés al que tanto he amado», fuera exhumado y repatriado por el rey Luis Felipe I (1.773 – 1.850). Y en París, recibirá un funeral de estado cuando su cuerpo llegó a Francia, observandose que estaba extrañamente bien preservado, por lo que se realizó un segundo examen forense y se le tomaron muestras de cabello. Los resultados mostraron niveles insólitamente altos de arsénico, lo que podría explicar el buen estado del cuerpo, pero levantó de inmediato la sospecha de que Napoleón había sido envenenado por sus captores ingleses.
El rumor encontró eco en el prestigioso diario “The Times”, el cual anteriormente ya había insinuado que el gobierno británico estaba intentando acelerar la muerte del ex-emperador manteniéndolo en unas condiciones de vida deplorables. Las insinuaciones no carecían de fundamento, ya que incluso Hudson Lowe, remitía a sus superiores las continuas quejas del servicio por el frío y la humedad de la casa. Hacia 1.860 se demostró que la pintura verde de Scheele era tóxica, y aun así, tardó todavía muchos años en desaparecer del mercado.
Colofón
Napoleón Bonaparte descansa en un sarcófago de cuarcita roja de Finlandia sobre un zócalo de granito verde de los Vosgos, bajo la cúpula de los Inválidos, complejo arquitectónico situado en el séptimo distrito de París, cerca de la Escuela Militar, a orillas del Sena, en compañía de algunos de sus mariscales y de su hijo, el llamado Napoleón II, nacido en 1.811 y que moriría a los 21 años, cuyos despojos fueron entregados a Francia por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1.858, su sobrino, Napoleón III, compró para Francia “Longwood House” y el Valle de la Tumba, por 7.100 Libras esterlinas. En 1.959, Dame Mabel Brookes, descendiente de William Balcombe, donó a Francia el pabellón Briars. En total, los tres “sitios históricos” suman 16 hectáreas, propiedad del Estado francés y reciben cada año entre 5.000 y 6.000 visitantes.
Michel Dancoisne – Martineau, único francés residente en Santa Elena, es el encargado del mantenimiento de los dominios franceses; una de sus tareas es el cuidado de los jardines que rodean Longwood, diseñados por Napoleón. También debe velar por la conservación de las 14 hectáreas de bosque que rodean la que fue su tumba y cuya ubicación exacta, en un valle, fue elegida por el mismo Bonaparte.