LOS CUENTOS DE CONCHA

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EL LENGUAJE DEL SILENCIO

Concha Casas -Escritora-

Hacía tiempo que Miguel sabía que el bosque le hablaba, no solo a él, sino que entre todas las criaturas que lo formaban, utilizaban un lenguaje oculto a los ojos de la mayoría.

Miguel era sordo de nacimiento, por lo tanto su mundo estaba lleno de silencios. Al menos externos, porque el resto de sus sentidos se habían desarrollado de tal manera, que suplían con creces las carencias de su oído.

Por eso desde muy pequeño se apartaba de la gente.

Había nacido en una pequeña aldea de montaña, un sitio privilegiado en cuanto a paisajes y naturaleza se refiere, pero con todas las carencias propias del medio rural. El hospital más cercano estaba a más de cien kilómetros de su casa y la escuela a la que asistía, en el pueblo vecino –en el suyo ni tan siquiera había una– carecía de los medios necesarios para hacer posible su integración.

De manera que esa falta con la que nació, que en otro lugar más desarrollado hubiese pasado casi desapercibida, marcó su vida y la relación con su entorno.

Decidió pues apartarse de quienes creían que el único medio de comunicación era el verbal y se refugió en ese otro que tantas cosas le decía sin hablar.

Sentía el aire cuando se convertía en brisa y acariciaba su piel, moviendo su pelo y jugando a hacerle cosquillas; olía la tormenta cuando aún lucía el más espléndido sol; sabía los frutos que podía recoger, por el aroma que desprendían las hojas; y notaba la época del celo, porque sus sentidos se enervaban por el halo que las hembras dejaban tras de sí.

Se había hecho uno con el bosque y el bosque lo sabía, también lo consideraba ya parte de sí mismo.

Se hizo un experto observador y poco a poco fue comprendiendo ese lenguaje insonoro, con el que algunas de  las criaturas del bosque se comunicaban ente sí.

En la laguna de los sauces (nunca supo muy bien porqué la llamaban así, ya que por esas latitudes no había ningún ejemplar de tan llorona especie), había una colonia bastante importante de cedros, no estaban agrupados entre sí, sino que crecían guardando una curiosa y evidente distancia entre ellos.

Ese era uno de sus espacios preferidos. Estaba lo suficientemente alejada del pueblo para que casi nadie se aventurase hasta ella y lo bastante cerca, para poder pasar allí las tardes y poder volver sin temor a que le sorprendiese la noche en el camino.

En un viejo castaño construyó su nido, que compartía con dos parejas de ardillas y una verdadera colonia de pájaros cantores, que aunque él no podía escucharlos, sí notaba la vibración que con sus trinos dejaban en el aire.

Desde allí divisaba no solo la laguna entera, sino también los diferentes árboles que hacia lo lejos iban formando una extensión cada vez mas espesa.

Así fue como empezó a entender el lenguaje de esos maravillosos y soberbios seres, que se erguían sobre la tierra dando frutos y sombras.

Por aquellas latitudes, la diferente fauna animal que poblaba el monte se movía más o menos a sus anchas.

A base de vivir en el silencio, Miguel había aprendido a formar parte de él, sus movimientos y maneras eran tan sutiles, que llegaba a pasar casi desapercibido para los demás. Quizás por eso, o quizás porque a base de acudir cada tarde durante tantos años al mismo lugar había acabado por adquirir sus  propias cualidades, como el olor, incluso la textura y el color, los animales no se espantaban ante su presencia.

A él le gustaba observarlos, lo hacía desde su particular mirador y aprendía de ellos, sus costumbres, sus ritos, sus relaciones…

 Eso era lo evidente, pero a base de observar y observar, comprobó que no todo era lo que parecía y que hasta los que en teoría no hablaban, como él, también lo hacían.

Fue en primavera cuando se percató de lo que aunque llevaba años viendo, nunca había racionalizado.

Cuando llegaban los ciervos, siempre se agrupaban en torno a uno de los cedros y comenzaban a devorar sus hojas más bajas, sin embargo, cuando lo abandonaban y se disponían  a devorar al siguiente, incomprensiblemente, y esto ocurría siempre, apenas rozaban su corteza, unos bramidos desesperados los alejaban del que supuestamente era para ellos un delicioso manjar.

Decidió comprobar por él mismo que era lo que ocurría. Había chupado alguna vez, mientras jugaba, las hojas de estos árboles y nada en su sabor hacía comprensible la actitud de los ciervos, y más cuando acababan de devorar otro ejemplar.

Entonces, una tarde, decidió probar las hojas del que huían despavoridos. Apenas lo acercó a su boca, escupió espantado ese amargo regusto que la hoja le había dejado.

No tardó mucho en comprobar la evidencia apenas unos días más de observación desde su atalaya. El cedro primero, el que era devorado, enviaba un mensaje al resto de sus compañeros, que producían inmediatamente, ante la voz de alarma del primero, una sustancia amarga que disuadía a los ciervos de seguir devorándolos.

Fue así como comprobó que los árboles hablaban sin hablar, y fue así también como entendió, que dentro de él también existía el mismo lenguaje hecho de silencios.

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