FINIS AFRICAE

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PALABRAS EN EL TIEMPO. DE HUEVOS A PENDONES

Francisco Guardia -Escritor-

Casi todos los medios de comunicación se han hecho eco de las nuevas palabras y acepciones que han merecido el pasado año ser acogidas en el diccionario de la RAE, lo que debemos celebrar pues revela un público interés por nuestra lengua tan esplendorosa como maltratada. La admisión de palabras nuevas y la expulsión del diccionario de algunas que van quedando obsoletas no es cosa de hoy, pero antes no se consideraba noticia salvo en alguna publicación especializada.

Habrá que acostumbrarse a ellas -la mayor parte nos sonaban sin necesidad de definiciones académicas- aunque puede que algunas nunca lleguemos a utilizarlas. Pero sobre todo hay que estar al loro con las nuevas acepciones de vocablos preexistentes para no meter la gamba o interpretar erróneamente un texto, pues de siempre ha resultado peliagudo el empleo de los que encierran significados diversos. Por ejemplo (llevando la cosa al extremo de la caricatura) un lector al que la palabra pendón sólo le sugiera la imagen de una dama de moral relajada, al leer en el Cantar de Mío Cid los versos en que se cuenta cómo el héroe desterrado entra durante la noche en Burgos: “Mio Cid Roy Díaz por Burgos entrove. / En sue compaña sessaenta pendones…” podría interpretar que el buen Roy Díaz llevaba sesenta putas en su hueste. En el mismo texto, abundante en expresiones añejas, cuando los judíos Rachel y Vidas deliberan sobre aceptar la custodia de las arcas del Cid, que suponen contener oro aunque en realidad es arena, a cambio de un préstamo y dicen: “Nos huebos avemos…” no quieren decir “Tenemos huevos (de ave ni de los otros)” sino “Tenemos necesidad…).

En el ejemplo anterior la diversidad de acepciones es ya antigua. Un caso más reciente podría ser la expresión “hacer el amor”, que cuando yo leía mis primeras novelillas era sinónimo de “cortejar”, “galantear”, mientras en la actualidad ha tomado un sentido mucho más carnal, si bien en su antiguo significado de galantear recae su acción sobre un objeto indirecto con la preposición “a” o equivalente, pero en el más reciente la persona destinataria pasa a complemento circunstancial y la preposición usada es “con”. Eso es lo que se llama polisemia (muchos significados), propiedad de gran parte de nuestras palabras que contribuye a su riqueza.

De polisemia sabía poco un joven farmacéutico que se molestó una vez por un articulillo mío en que trataba de poner de manifiesto las ganancias excesivas que en algunas de sus oficinas obtienen por la venta de ciertos productos en comparación con los precios que se consiguen comprando por internet. Y como le afectaba al bolsillo me atacó furioso.

Al no poder rebatir lo del exceso de codicia, se agarró a que yo llamaba medicamentos a unas cremas recetadas por el dermatólogo para combatir las quemaduras solares para tacharme de ignorante argumentando que, según la ley del medicamento, “medicamentos” son tal y cual cosa. Lo que mi ignaro boticario parecía ignorar -perdón por la redundancia- es que las palabras gozan una rica vida al margen del ámbito administrativo, de las definiciones que a efectos de control sanitario, fiscalidad y demás conveniencias utilicen las partes implicadas en la producción, distribución y venta de medicinas, o de las jergas de las distintas profesiones, oficios y asociaciones. El común de los mortales, que hablamos y escribimos “en román paladino / en el cual suele el pueblo fablar con so vecino”, nos guiamos por una tradición centenaria que está en los textos de los escritores de todos los tiempos y los consejos de la Real Academia Española que en su diccionario -me guío por la vigesimotercera y por ahora última edición en papel- define la palabra “medicamento” simplemente como “sustancia que, administrada interior o exteriormente a un organismo animal, sirve para prevenir, curar o aliviar la enfermedad y corregir o reparar las secuelas de esta”.

La famosa institución creada por el VIII marqués de Villena y protegida por Felipe V, con un lema que recuerda la publicidad de un limpiametales, en el cuarto tomo de su Diccionario de Autoridades que salió a la luz en 1734 define el medicamento como “qualquier remedio interno o externo que se aplica al enfermo para hacerle recobrar la salud” y aporta este ejemplo tomado de un sermonario del granadino fray Basilio Ponce de León (1570-1629): “No por ser la miel dulce, dexa de ser medicamento provechoso, y atajar la corrupción de los cuerpos”. Siempre fue Granada tierra de gente sabia: recomendar como medicamento la miel en un tiempo en que los repugnantes potingues compuestos en las reboticas hacían vomitar sería agradecido por sus contemporáneos.

Como sabe cualquiera que haya leído un poco, el referido término tiene una larga tradición en nuestro idioma de forma que ya se encuentra documentado en 1490 en el Universal Vocabulario en Latín y en Romance, de Alfonso Fernández de Palencia donde se cita tres veces pero debe ser mucho más antiguo, como formado del latino “medicamentum” que tenía una amplia gama de acepciones: medicamento, remedio, cosmético, ungüento, droga, filtro mágico… veneno. ¡Qué bien traído este último significado que deberíamos recuperar!

Pascual Gómez de Sotomayor publicó en 1872 el “Diccionario de la buena educación, o exposición de palabras cultas y escogidas para poder expresarse en un lenguaje selecto, florido y elegante, y catálogo general de dudosa ortografía para saber escribir con toda propiedad y corrección, muchas de las cuales no existen en el Diccionario de la Lengua”, en la Librería de don León Villaverde. Este diccionario lo vi citado por primera vez por Amando de Miguel en su ameno libro Cien años de urbanidad.

En él se incluye, entre otras, la palabra “clítoris”, que por aquellas calendas debía ser de rabiosa actualidad aunque con el significado de “enfermedad de las mujeres, caracterizada por la decoloración, la palidez de la piel y especialmente de la cara”. Figúrese el lector un sujeto de cuando apareció el diccionario, que lo hubiese leído, se las diera de bienhablado y por fas o por nefas hubiera entrado en estado de hibernación (o de criogenización si nos ponemos más modernos) despertando en nuestros días (eso tan caro a algunos novelistas de ciencia ficción y que inspiró a Don DeLillo su novela Cero K). El buen hombre encuentra a una dama y se expresa muy cortés: “Debería cuidar su clítoris, señora. La veo muy pálida”. La reacción es previsible. Por cierto, como mis conocimientos de mitología griega son limitados, no veo clara la relación que esa palabra del vocabulario anatómico pueda tener con el nombre propio Clítoris, correspondiente a una bella ninfa de la que nos cuentan se enamoró Zeus y era tan pequeña que el señor del Olimpo tuvo que convertirse en hormiga para gozar de su amor.

Esos cambios de sentido y el envejecimiento de las palabras son los que aconsejan que muchas ediciones de textos literarios del pasado vayan ilustradas con glosas, a pie de página o reunidas al final, donde se explica el significado de vocablos que han dejado de ser familiares para el lector hodierno.

Cuando allá por 1533 redactaba Juan de Valdés su Diálogo de la lengua, encontraba anticuadas o no aconsejables muchas voces que había recomendado Elio Antonio de Nebrija, a pesar de que sólo habían transcurrido treinta y nueve años de la publicación del Vocabulario del filólogo lebrijano y once de su muerte. Esa constante evolución de la lengua es la culpable de que en una conversación entre personas de distintas generaciones surjan palabras o locuciones que no son bien entendidas y precisen una aclaración. Si yo hablando con mi nieto me refiero a un anafe o cito las amonestaciones o proclamas matrimoniales es posible que no me entienda pues el primero es un utensilio que nunca ha visto porque ya no se usa (al menos en nuestra cultura) y las segundas, aunque no han sido suprimidas en el actual Código de Derecho Canónico, en la práctica han dejado de ser anunciadas (supongo que por la protección de datos personales). Son vivencias que no tiene (aunque se pueden compensar con la lectura). Por el contrario él utiliza un largo bagaje de palabras relacionadas con la informática y la jerga juvenil que me suenan a chino.

Cuando yo rondaba los veinte viví un tiempo en un anejo de San Roque junto al río Guadiaro. Allí conocí un día a un señor mayor dueño de un cortijillo en la sierra llamado El Sauzal. Tanto él como su familia, excelentes personas con un sentido muy particular de la justicia y que utilizaban un lenguaje arcaico, apenas acudían al pueblo y parecían salidos de un drama de Calderón. En nuestro primer encuentro, cuando llevábamos un rato hablando, me espetó: “Y ¿cuál es su gracia?”. Quedé perplejo pensando: “Este hombre me considera un malasombra o espera que le cuente un chiste”. Pues aunque según el diccionario una de las acepciones de la palabra gracia es “nombre de pila” nunca hasta entonces había oído, ni leído, tal expresión. Por suerte uno que conocía su jerga acudió al quite aclarándome: “Pregunta cómo te llamas”.

Y es que con la lengua nunca se termina de aprender.

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