LOS CUENTOS DE CONCHA

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LA MONTAÑA

Concha Casas -Escritora-

Las danzantes arenas del desierto cambiaban de color según el capricho del viento. Si soplaba del este las convertía en un manto rosa delicado y parejo, si lo hacía del norte el tono amarillo se imponía en la superficie que rozaba y si venía del sur o del oeste, el violeta o el naranja eran los que reinaban por derecho propio. Cuando la calma chica se imponía de pronto, parecía que un manto multicolor se hubiese posado sobre la tierra, dándole el aspecto del más bello lienzo que cualquier pintor pudiese soñar.

Las montañas afiladas y observadoras contemplaban esos vaivenes con la solemnidad que su presencia imprimía a cualquier escena.

Bien sabían ellas que el viento era caprichoso, no en vano las había dotado de ojos, nariz y hasta boca en muchas de sus formas, cuando cargado de arenisca las tallaba al son que él marcaba. A través de esas oquedades contemplaban no solo las veleidades del viento, sino también las de los pocos humanos que transitaban por sus lugares.

Ellas como nadie sabían escuchar lo que sus corazones decían. Desde las ardientes bases de sus enormes cuerpos, se unían a esas danzantes arenas y a través de ellas, con ese fuego ardiente que emana de la tierra, se conectaban con ese otro que ardía en el interior de esas curiosas criaturas que andaban sobre dos patas a diferencia del resto de la creación.

También a diferencia del resto, ese órgano rojo que latía al mismo compás que la tierra que las sostenía, estaba lleno de emociones y sentimientos de los que ellas eran ajenas pero a la vez, fieles observadoras. 

Desde la paz que su estado pétreo les confería, sabían del oleaje que las emociones despertaban en esas criaturas que parecían sentirse las amas de la creación.

Ese día un grupo de apenas seis se acercaron a la base de la más grande e imponente de todas las montañas que habitaban en ese magnífico desierto, era tal su prestancia, que daba algo parecido al vértigo estar tan cerca de ella. Y curiosamente, lejos del ruidoso estar que siempre  acompañaba a los humanos, se sentaron en silencio, como lo hacían los antepasados de su especie, en conexión con los elementos  a los que invocaron sin palabras.

Y entonces, como había ocurrido tantas veces antes de que esa especie  olvidara quien era, la montaña supo que podía comunicarse con ellos, convertirse en una con su sentir y hacerles llegar cuantos mensajes quisiera. 

Sabía que sería algo momentáneo, para estas criaturas el tiempo era fugaz, desconocían  que todo permanece eternamente, que no hay antes o después sino un eterno ahora en el que nada desaparece.

Les habló de que no hay nada bueno ni malo, que todo forma parte de la creación, que todos somos uno aunque estemos hechos de distinta materia y que todo lo acontecido forma parte de ese  maravilloso plan.  Y lo entendieron, en ese momento lo entendieron todo… aunque de sobra sabía ella que lo olvidarían apenas se diesen la vuelta, enredándose de nuevo en sus pensamientos, emociones y sentimientos … quizás porque en eso consistía la vida, al menos la efímera vida de los humanos, en saber y olvidar para seguir viviendo y repitiendo una y mil veces los mismos esquemas de plenitud, dolor, alegría, sufrimiento, vida y muerte que los llevaba acompañando desde el principio de los tiempos.

Y como tantas veces a lo largo de los siglos que habían transcurrido desde su formación, vio partir a las figuras, cada vez más diminutas según se alejaban en el horizonte. Y como siempre, se quedó con el calor de su esencia, de esa esencia de la que la humanidad se olvida tan frecuentemente y que es la que más la caracteriza, la divina. La de esa divinidad que se empeñan en seguir buscando fuera  y que donde realmente se haya no es en otro sitio más que en su interior.

Y con la paciencia que dan los eones de tiempo que por ella habían transcurrido, suspiró en silencio confiando en que el día en que la humanidad despertase de su letargo de siglos, estaba cada vez más próximo.

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