FINIS AFRICAE

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RODRÍGUEZ MARTÍN Y EL DUQUE DE T’SERCLAES

Francisco Guardia -Escritor-

En una afición en común puede residir la génesis de una amistad entre personas de tan dispares circunstancias sociales y económicas, que difícilmente podrían haber llegado a relacionarse de otra manera. En la amistad (amistad en la distancia) entre el duque de T’Serclaes y Manuel Rodríguez Martín esta afición eran los libros. Ambos fueron considerados como bibliófilos por sus contemporáneos, aunque debemos matizar que el calificativo adquiere en cada uno gradaciones muy diferentes. Volveremos sobre ello.

El duque se llamaba Juan Francisco Pérez de Guzmán y Boza, había nacido el 7 de abril de 1852 en Jerez de los Caballeros y era hijo de José Pérez de Guzmán y Liaño, primer duque de este título concedido por la reina Isabel II, aunque ya él y sus antepasados ostentaban el de príncipes de T’Serclaes de Tilly, en Flandes, desde 1693.

No se puede tratar de la bibliofilia del duque sin recordar a su hermano gemelo, Manuel, marqués de Jerez de los Caballeros. Ambos eran ávidos buscadores y coleccionistas de rarezas bibliográficas y poseían en Sevilla sendas bibliotecas que eran la atracción de los eruditos. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, por ejemplo, gustaba viajar una vez al año a la ciudad del Betis para consultar, en las de ambos, rarísimos impresos que no encontraba en otro sitio. En sus casas se reunían animadas tertulias a las que acudía lo más granado de la intelectualidad sevillana: José Vázquez y Ruiz, Francisco Collantes de Terán, Manuel Rodríguez Marín, José Gestoso, Manuel Gómez Imaz, Luis Montoto y alguno más. De este grupo nacería en 1886 la revista Archivo Hispalense que felizmente perdura.

Casi todos aquellos contertulios nos han dejado personales referencias sobre las bibliotecas de los dos hermanos. Rodríguez Moñino, por ejemplo, nos da una imagen caótica de la del duque donde “los libros y papeles se amontonaban tras cubrir los estantes unidos a la pared, sobre las sillas, en las mesas, arrimados al suelo en pilas desordenadas”, mientras de la del marqués nos dice Santiago Montoto que “en la casa sobresalían por su empaque y primor el comedor y la biblioteca, piezas contiguas en comunicación, con unas hermosas puertas de maderas de tonos claros, con tallas muy resaltadas. La librería no era uniforme, pues algunos estantes tenían gruesos cristales para preservar las riquezas que encerraban, especialmente los manuscritos, los libros góticos y las primeras ediciones de las obras de Cervantes”.

Por supuesto la conservación y aumento de estas colecciones exigía un dispendio al alcance de pocas economías, al tiempo que un enorme amor por la letra impresa. Refiriéndose al marqués, opina Rodríguez Moñino que “probablemente nadie en España y en su tiempo tuvo la capacidad crematística y de entusiasmo que él”, aunque su hermano no le iba a la zaga. Cuando en Sevilla o sus aledaños se ponía a la venta una biblioteca allá estaban ellos, y a la llegada del estío, cuando los calores invitaban a los pudientes a la dispersión, aprovechaban sus vacaciones para recorrer las librerías anticuarias de sus lugares de veraneo.

No faltó entre los amigos que animaban la tertulia quien llegara a pensar que afición tan desmedida rozaba lo patológico y, como el bachiller Sansón Carrasco en el caso de don Alonso Quijano el Bueno, por la primavera de 1897, urdió un plan para volverlos a la cordura. El cerebro de aquella maquinación fue Manuel Gómez Imaz, quien en palabras de Montoto “andaba por aquel entonces enfrascado en la empresa magna de escribir la bibliografía de la guerra de la Independencia”.

Consistía la idea en “fabricar” un falso librillo o folleto con apariencias de antigüedad, que atrajera la atención de los dos fanáticos bibliófilos. Comunicó su intención a otro contertulio, Enrique de Leguina, barón de la Vega de Hoz. Puestos de acuerdo redactaron un romance donde se daban datos de la ciudad de Jerez de los Caballeros y de su convento agustino, que era donde habían nacido los Pérez de Guzmán y Boza, inventándose un autor al que llamaron Fray Enrique de Polanco que, siendo oriundo de Cantabria, se suponía vivió durante el siglo dieciocho en el referido convento. Se le antepuso un prólogo, falsamente fechado en Córdoba en 1842, donde se fabulaba que el fingido editor había encontrado el romance revolviendo viejos papeles en una almoneda. La impresión habría corrido a cargo de T. E. B. y P. I.

El fraude reunía todos los ingredientes para engatusar a los hermanos pues, además del detalle del paisanaje, Manuel estaba muy interesado en los antiguos poetas, y Juan Francisco en los asuntos de historia local. Puestos a lanzar anzuelos no olvidaron incluir pormenores que sirvieran para captar la atención del resto de contertulios.

Terminado el escrito faltaba materializarlo en un folleto que diera el pego, y ahí contaron con la ayuda de Enrique Rasco, impresor que tenía su oficina en la calle Bustos Tavera, y que era el que estampaba los trabajos del duque y sus amigos. Rasco utilizó unos tipos antiguos que encontró entre los desperdicios de la antigua imprenta de Geofrín (activa en la calle de las Sierpes por la fecha en que se suponía impreso el apócrifo) y algún papel con suficiente apariencia de vejez, aunque no lo hallaron en cantidad por lo que solo hubo para tirar siete ejemplares, sobre los que como colofón cayó agua y polvo para aumentar su antañón aspecto.

El paso siguiente era colocar la falsificación en el lugar adecuado para que la “encontraran” los hermanos. Como se acercaban las vacaciones y conocían los planes del duque de desplazarse a Madrid y que el marqués lo haría a Lisboa, y sabían igualmente las librerías que visitaban, contactaron los bromistas con un librero anticuario de cada ciudad al que hicieron llegar un ejemplar con las pertinentes instrucciones. El resultado fue el esperado: alegría por el hallazgo y compra inmediata.

Con el buen tiempo regresaron a Sevilla los aristócratas. En la primera tertulia presentaron su gran descubrimiento, con el natural desconcierto por  la sorprendente coincidencia de que tratándose de impreso tan raro, cada uno hubiese encontrado un ejemplar, pero la novedad, la alegría, la curiosidad que se apoderó de todos les hizo desechar cualquier suspicacia. En los días siguientes se centraron en intentar averiguar algo más sobre el autor, su obra o la imprenta aunque, naturalmente, sin encontrar rastro.

La burla terminó cuando durante una de las reuniones se presentó un criado con una caja de dulces y dos botellas de vino en cuyas etiquetas aparecía la imagen de un fraile con el nombre Fray Enrique de Polanco. Sorpresa general y explicación de los traviesos falsarios aclarando que la clave estaba en las iniciales del editor: T. E. B. y P. I. (“Todo es broma y pura invención”). Si el lector desea conocer con más detalle esta simpática ocurrencia puede acudir al opúsculo escrito por Santiago Montoto con el título Relación del caso famoso, acecido en esta ciudad de Sevilla a un Duque y un Marqués, bibliófilos recalcitrantes. Escríbela para advertimiento de Bibliómanos Don Lorenzo de Miranda, hijo del Caballero del Verde Gabán, que si bien raro en su primera edición, que fue muy corta, existe una más asequible del año 2010 por el Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Sevilla, aparte de otra de Castalia (1948) de la que todavía aparece un ejemplar de vez en cuando en las librerías de viejo.

El marqués encajó con deportividad el chasco. No así su hermano que sufrió un cabreo impresionante, aunque con el tiempo se le pasó y continuó con sus hospitalarios cenáculos. Poco después Juan Francisco fijo la residencia en Madrid y las visitas a Sevilla se fueron espaciando. También se llevó su magnífica biblioteca que a su muerte, ocurrida en 1934, se repartió en lotes entre sus herederos.

La amistad del duque con don Manuel Rodríguez Martín debió originarse por intermedio de su casi homónimo Manuel Rodríguez Marín, frecuentador como se ha expuesto de las tertulias de los Pérez de Guzmán, o por conducto de Mariano Pardo de Figueroa (más conocido como Doctor Thebussem) que, aunque residente en Medina Sidonia, gustaba de darse un garbeo de tanto en cuanto por Sevilla para unirse a la “doctialegre” panda de los eruditos hispalenses. Ambos sentían gran aprecio por el modesto escritor afincado en San Fernando.

Aunque quienes conocieron a Rodríguez Martín lo calificaban de bibliófilo, habría que empezar por aclarar que en él tal calificativo debe ceñirse a su primigenio significado: el etimológico. Efectivamente, en su Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, nos dicen Joan Corominas y J. A. Pascual que el primer registro que encuentran de la palabra es en el Diccionario de Terreros, de 1786, donde escuetamente se define como “el que ama los libros”. Después, a la palabra se han ido adhiriendo matices como “coleccionista de libros caros por raros o lujosos”, que es lo primero en que pensamos hoy al oírla aplicada a cualquier persona.

La economía del motrileño no le permitía grandes dispendios para adquisición de libros. Aun así se las ingenió para reunir una nutrida e interesante biblioteca rebuscando entre los puestos de libros viejos que se montaban los domingos en las inmediaciones del mercado de abastos de Cádiz, de los que era asiduo visitante. También en sus escasas salidas a otras ciudades volvía con alguna afortunada adquisición en la maleta -de gran valor para él fue el hallazgo de un ejemplar de Historia de una carta, de Antonio Aguayo- aparte de contar con las desprendidas atenciones de amigos que lo obsequiaban con publicaciones que sabían le habían de agradar.

En aquella modesta aunque interesante biblioteca se organizaban también apasionantes tertulias con amigos residentes en la Isla y alguno llegado de Cádiz, en las que se hablaba de la Marina, Historia, Literatura, las guerras de la época (África y Cuba), e incluso Astronomía -no faltaban los astrónomos del Observatorio del Departamento- y se procedía a la lectura de obras en proceso por parte de sus autores.

El duque de T’Serclaes era desde noviembre de 1887 académico correspondiente de la Real de la Historia y fue elegido como numerario en octubre de 1908. A pesar de la distancia no olvidó a aquel esforzado escritor que en su rincón de San Fernando, al estilo del humilde monje que labora en la pobre celda de su monasterio, sustrayendo tiempo a su descanso lo dedicaba a la investigación y elaboración de obras que, haciendo juegos malabares con la economía, lograba acabaran impresas. Así pues lo propuso a la docta Casa y con su patrocinio fue don Manuel nombrado académico correspondiente en junio de 1913. Constituyó esta una de sus grandes y postreras alegrías.

Como todo interesado por la historia de Motril y sus personajes sabe, don Manuel falleció el 28 de enero de 1914, dejando una sustancial obra inédita de la que una parte considerable puede haberse perdido. A su muerte su biblioteca y archivo se mantuvieron un tiempo unidos en poder de la viuda. Después se dispersó repartido entre los herederos de forma desigual, pues parece que no todos sentían el mismo interés por aquel legado.

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