✍Manuel Domínguez García
Cronista Oficial de la ciudad de Motril
LA MANUFACTURA DEL AZÚCAR DE CAÑA EN LA COSTA DEL REINO DE GRANADA. EL TRAPICHE DE VICENCIO DE MOTRIL (1759-1834)

La costa de Granada y sus poblaciones más importantes: Motril, Almuñécar y Salobreña: tiene una notable historia sobre el cultivo de la caña de azúcar y la industria azucarera. Extensa historia que se remonta a la época del Al-Ándalus musulmán y que aproximadamente durante mil años, ha continuado prácticamente ininterrumpida hasta nuestros días.
Por esta razón, la historia local de esta comarca costera es consustancial con las vicisitudes económicas del cultivo y producción cañero-azucarera; en torno a las cuales han girado, sin duda alguna, gran parte de las relaciones económicas, sociales y políticas de esta concreta área geográfica.
En este contexto se enmarca este pequeño estudio que hemos centrado en las actividades manufactureras de un ingenio trapiche de Motril, denominado ingenio trapiche de Vicencio o del conde de Bornos; fábrica que elaboró azúcar de caña durante casi una centuria entre la segunda mitad del siglo XVIII y primeras décadas del XIX y que, evidentemente, puede servir como ejemplo ilustrativo de las actividades manufactureras de los numerosos ingenios que molturaron cañas y produjeron azúcar en esta ciudad y en otros lugares de la costa granadina, cuyas técnicas industriales apenas variaron desde el siglo XVI.
La denominación “ingenio” designa una fábrica de azúcar comprendida en todo su conjunto de locales, maquinas, utensilios, etc. Ahora bien, la documentación de la época hace distinción entre “ingenio real” e “ingenio trapiche”. Esta distinción viene dada por el sistema de molinos usados, independientemente de la energía utilizada para moverlos. El ingenio real poseía molinos de rodillos horizontales o de piedra corredera y el ingenio trapiche tenía molinos de rodillos verticales, que significaron una verdadera innovación tecnológica en la manufactura del azúcar a partir del siglo XVII.

La documentación utilizada, se basa casi exclusivamente en los inventarios y descripciones que sobre el citado ingenio existen en los fondos de la sección de Bornos del Archivo Histórico de la Nobleza y en algunos documentos del Archivo Municipal de Motril. Documentación que aporta abundantísimas noticias sobre las actividades cañero-azucareras de esta ciudad, técnicas utilizadas para la elaboración fabril del azúcar y cita, además, numerosos términos léxicos propios de la cultura del azúcar en esta zona. Al ser este un artículo de divulgación, he suprimido todo el conjunto de elementos que justifican un trabajo de investigación como son notas a pie de página, bibliografía etc. El articulo completo está publicado en la revista Qalat, nº 1, Motril, 1997, pp.55-61.
El trapiche de Vicencio o de los Zubreas, que ya había funcionado como ingenio real a finales del siglo XVI y primera mitad del XVII y había pertenecido a un milanés llamado Vicencio Gruzo de Gabaricio y desde 1670 el ingenio estuvo desarmado y el edificio en ruinas, estaba situado al sureste de Motril, justamente al final de la Rambla de Capuchinos, frente al convento de esta Orden; ocupando un gran espacio de terreno llano entre las actuales calles de Cuevas, Pío XII y López Rubio.
Pertenecía en la segunda mitad del siglo XVIII a Antonio Ramírez de Haro, conde de Bornos. Lo constituía un solar de 180 pasos casi en cuadro, cercado de una pared bastante gruesa de diez y seis pies de alta, reforzada con machones, que incluía un amplio edificio de ladrillo conteniendo todas las dependencias propias de una fábrica azucarera de la época: cuarto de molinos, cocina del ingenio, palacio de batalla, banco, cuartos de blanqueo, fogata, corrales, patio de cañas, almacén y diversas albercas; además de cuadras para los animales y viviendas para el administrador y trabajadores. Además, había en el cercado y descansando en la tapia, dos cuadras muy capaces para ganado y en una parte de ellas un famoso horno de reverbero para las fundiciones. Prácticamente el centro del solar había una alberca grande de bastante profundidad para el uso del ingenio que se llenaba con el agua procedente de la huerta del convento de Capuchinos, que venía por tubería desde la fuente de la Nacla.

Su fecha de construcción se sitúa alrededor de 1759, año en que el regidor motrileño Francisco Oliver, administrador en la ciudad de las propiedades del conde de Bornos, estaba reedificando el antiguo edificio del ingenio de Vicencio que llevaba cerrado y en ruinas ya muchos años, para erigir un nuevo ingenio trapiche que se uniera a las labores manufactureras de azúcar que ya realizaban en ese año otros dos trapiches, llamados Nuevo y Viejo, y el ingenio real de la Palma. Para 1763 tenemos constancia documental de que el trapiche de Vicencio estaba ya en funcionamiento, aunque las obras no se concluyeron hasta el año siguiente.
La época elegida por el conde de Bornos para construir su fábrica de azúcar en Motril, no fue la más propicia para la obtención de regulares rendimientos económicos. Desde mediados de los años 50 del siglo XVIII, la caña y el azúcar habían iniciado, en la costa de Granada, una fase de profunda crisis, debida a varias causas, entre las que destacaríamos la degeneración de la planta, las arcaicas técnicas de elaboración azucarera, la competencia del azúcar colonial y la negativa situación climática para una planta que en Motril se desarrolla al límite de sus posibilidades ecológicas. Todo esto implicó una drástica reducción de los rendimientos cañeros-azucareros y del precio del azúcar costero, con la consiguiente disminución de la extensión de las plantaciones y del número de ingenios e incluso algunos de los que quedaron en el último tercio del siglo XVIII, no funcionaron en determinados años por falta de cañas o porque la rentabilidad fue tan baja que los costes industriales eran superiores a los beneficios.

De todas maneras, el trapiche de Vicencio se mantuvo abierto la mayor parte de estos años, seguramente en base a la misma producción cañera de los Bornos, que poseían en Motril y Salobreña una considerable cantidad de tierras de regadío dedicadas a cañas de azúcar; unas veces a cargo del propietario y otras arrendado. Pero para finales de la década de 1840 o primeros años de la siguiente, la fábrica estaba ya cerrada definitivamente y el edificio de nuevo en ruinas.
Normalmente, en la costa de Granada, se iniciaban los preparativos de las fábricas para efectuar la molienda de las cañas y manufactura del azúcar entre los meses de septiembre y octubre, pertrechándose los ingenios de los materiales necesarios, reparando y poniendo a punto molinos, calderas, tangiles y demás enseres e instrumentos, arreglando las dependencias del edificio, almacenando las formas de cerámica donde se cuajaría el azúcar y adquiriendo el trigo y la cebada que se darían a trabajadores y animales. Todo este conjunto de operaciones encaminadas a disponer la fábrica para el proceso manufacturero del azúcar, recibía el nombre de poner corriente y moliente el ingenio.
A finales de octubre o principios de noviembre, se recibía la inspección de los comisarios enviados por el Concejo municipal que concedían licencia, si todo estaba en orden, para que el ingenio iniciara las tareas de molienda, sorteándose los sitios donde se podrían rozar las leñas y aneas necesarias para abastecerlas fogatas de las distintas fábricas. Esta inspección era tradicional en Motril al menos desde finales del siglo XVI y quedó legalmente fijada en la Instrucción que sobre las fábricas de azúcar, dio la Junta de Comercio y Moneda en 1749.

Paralelamente, el dueño o arrendador o aviador del ingenio contrataba con los cosecheros las cañas que se molerían, al precio que tradicionalmente se habían estipulado en Motril que era de 400 reales por tarea de 520 arrobas de cañas y había sido establecido por el Concejo municipal en 1682, manteniéndose sin variación hasta el siglo XIX.El orden de corta y molienda de las cañas, se recogía por el mayordomo o administrador del ingenio en un libro llamado Ballestilla.
A mediados de diciembre o principios de enero se iniciaban las tareas de la zafra de las cañas, ya que en esta época la variedad de caña que se cultivaba en Motril era la doradilla y todavía conservaba el ciclo tropical. Los gastos de corta, monda y transporte corrían por cuenta de la fábrica cuando las cañas procediesen del pago denominado Vega de los Canelones; al resto de los cosecheros, con cañas en otros pagos de la vega, se les cobraba una cantidad en concepto de acarreto en proporción a la distancia del pago al ingenio, cantidad que recibía en nombre de más a más.
Las cañas traídas al ingenio se depositaban en el patio de cañas, llevándose a continuación por los esporteros y parigoleros en seras de esparto al palacio de batalla que, en el trapiche de Vicencio, era un patio con soportales sostenidos con postes de fábrica, donde se limpiaban las plantas de brozas y raíces por los desbrozadores y raiceros.
Una vez limpias, las cañas eran pesadas con un peso de cruz, colocado bajo un pequeño arco de ladrillo, que admitía carga desde 3 a 14 arrobas y que tenía diversas pesas. Dos de ellas recibían los nombre pasmado o refacción, de peso de 3 libras y se usaba para compensar la pérdida de peso que la caña sufría con el desbrozo; la otra se conocía con el nombre de pesa de cosechería y que, con una tara de 3 arrobas, servía para el pesaje de las cañuelas de tres arrobas de cañas.

Pesadas y preparadas las cañas en entradas o cargas de molino de 120 arrobas, de nuevo los esporteros las trasladaban al cuarto de moliendas, donde estaban los molinos trapiches que las exprimirían para obtener los caldos. En el ingenio trapiche de nuestro estudio, este cuarto era rectangular de medidas de 72×36 pies, (pie= 30,48 cm), con dos grandes arcos de obra de 33 pies de longitud, En medio de cada arco se situaban cada uno de los dos molinos cañeros que poseían la fábrica, con sus respectivos sumideros para recoger los caldos y llevarlos, mediante cañerías de plomo, a los aljibes de la cocina. En el pilar que dividía estos arcos, había un templete sencillo donde se colocaba un cuadro de Nuestra Señora de Atocha, patrona de la Casa de Bornos y de este ingenio de azúcar.
Los molinos, denominados en la documentación moliendas, estaban integrados por tres cilindros o rodillos verticales de madera de encina de medidas que no podemos precisar, chapados de hierro, claveteados con cuñas y ceñidos con arcos de hierro sujetos con pernos. El rodillo central, que es el motor, recibía el nombre de eje grande y los otros dos ejes chicos. Los tres estaban colocados sobre un plano horizontal de madera llamado tablero sin boca, que servía para depositar las cañas durante las operaciones de molienda. Los rodillos iban atravesados en toda su longitud por ejes de madera de acebuche denominados injertos, que terminaban en un pivote o espiga de hierro o bronce para el giro que se llamaba guijo. El injerto se introducía en el rodillo golpeándolo con una especie de ariete de hierro nombrado vaivén. Los guijos superiores descansaban en otra pieza de hierro o bronce llamada chumacera y los inferiores en el bancal.
El cilindro central comunicaba su movimiento fuerza a los laterales por medio de ruedas dentadas de madera de acebuche engranadas entre sí, que producían un giro contrario a cada uno de ellos; de manera que las cañas se introducían entre el rodillo central y derecho y salían entre el central y el izquierdo.
La estructura del molino que soportaba los ejes, estaban constituida por cuatro grandes vigas de madera horizontales llamadas vírgenes y ocho verticales más pequeñas denominadas ayudas, ensambladas con las vírgenes y sostenidas con gatos, sobregatos y congrieles. En la parte superior e inferior de esta estructura se colocaban dos maderos de 13´5 varas de longitud llamados puentes, que soportaban los cilindros del molino.
Para mover el molino se utilizaban ocho mulos, que en grupo de dos eran uncidos a dos timones de madera de álamo negro, transmitiendo su fuerza a través de dos teleras altas y dos bajas con sus boleas y enalas, al aspa de madera que hacía girar el árbol central del molino.

Por término medio se consideraba que un ingenio como el de Vicencio con sus dos moliendas, sólo debía moler catorce tareas de 520 arrobas de cañas por semana; componiéndose cada tarea de 15 entradas y cada entrada de 40 espuertas o cañuelas de 3 arrobas. A cada entrada de cañas se le tenía que dar 14 vueltas en el molino si eran alifas de corte bianual y 12 a las de tercio de corte anual. Los jueves y domingos por la mañana se paraban los molinos para lavar los ejes, sumideros, canales, etc., con lejías hechas de ceniza de adelfa y lentisco, evitando con esto la acidificación que se producía y que podría estropear los caldos.
Todo el caldo obtenido en la molienda, se recogía en dos aljibes de cobre de peso unitario de 12 arrobas y 23 libras, situados en la cocina del trapiche, que era una habitación de 92×30 pies; dependencia donde se clarificaban y concentraban los caldos para hacerlos azúcar. En los aljibes se dejaba reposar el caldo brevemente para que las impurezas que llevaba, se depositasen en el fondo antes de iniciar las maniobras propias de la obtención del azúcar.
Por cañerías de plomo, el caldo pasaba de los aljibes a las calderas que se ubicaban junto a una de las paredes laterales de la cocina, embutidas en un poyo hueco de ladrillo refractario. El trapiche poseía diez calderas. Seis de ellas, dos de jarope o de jaropar y cuatro de melar, estaban colocadas en tren y calentadas de tres en tres por dos hornos de reverbero, cuya fogata se situaban en un patio contiguo. El humo de estos hornos salía por una chimenea de ladrillo de siete cuerpos de altura con boca de 10 pies de largo y 6 de ancho por donde salía una llama y humo espeso que por la noche se distinguía a cuatro leguas de distancia.
Las otras cuatro calderas destinadas a dar el punto de azúcar, llamadas tachas, eran independientes y estaban calentadas por un solo horno de tipo tradicional.
El caldo llegaba primero a las calderas de jarope, situadas en los extremos del tren y nombradas Rincón y Capitana. Estaban embutidas en un hueco de 4 varas cuadradas y se componían de un suelo de hierro de 23 arrobas y 14 libras para la caldera Rincón y 30 arrobas y 24 libras para la Capitana y una arandela de cobre de 14 y 12 arrobas respectivamente. Ambas piezas se unían o zulacaban con una pasta hecha de yeso, sangre de vaca, ajos e higos.
Al caldo, llamado ahora jarope, en estas primeras calderas de clarificación se le echaba una porción de aceite para evitar que se desbordase al hervir a fuego lento de leña o anea. Añadíase, además, una cierta cantidad de lejía de cenizas de adelfa y salado, alcaloide que neutralizaba los ácidos del caldo que, al convertirse en sales, se depositaban en el fondo de las calderas. Las materias albuminoideas subían a la superficie en forma de espumas o bromas; por lo que el punto principal de esta primera fase de la manufactura azucarera, consistía en desbromar bien el jarope con espumaderas de cobre ya que de otra manera el azúcar saldría de mal sabor. El jarope ya clarificado y desbromado era colado o frisado en dos grandes coladores de cobre de peso individual de 26 arrobas y 23 libras, cubiertos por el telar que se componía de un marco de madera cubierto por frisas o paños tupidos de tela de jerga, que evitasen pasar impurezas. Estos paños debían lavarse diariamente.

El jarope ya frisado y colado y aún caliente, era trasvasado con remillones, cazos de cobre de mango largo, a las cuatro calderas de melar, cuyos suelos de hierro tenían un peso medio de 8 arrobas y las arandelas de cobre 3 arrobas. En estas calderas, que estaban embutidas en huecos de 2´5 varas, el caldo era de nuevo recocido y concentrado, agregándosele sangre de toro que, al coagular por el calor, formaba una red muy tenue que subía a la superficie de la caldera arrastrando las pequeñas impurezas que aún quedaban. El jarope se batía lentamente hasta hacerlo melaza. Esta ya bien cocida y concentrada, bajo el atento cuidado del maestro de azúcar, se traspasaba en tangiles y tinetas de cobre a los doce tinajones de cerámica que poseía el trapiche, cubiertos con cedazos para colar de nuevo el producto. En estos tinajones, situados en una habitación de 18×14 pies, se debían tener las melazas algún tiempo enfriándose para que se asentaran los fondos.
Cuando el maestro de azúcar consideraba que la melaza o meladura estaba lo suficientemente fría, se volvía a hacer un trasvase a las pequeñas y profundas calderas llamadas tachas, donde se cuajaría definitivamente la masa. Los suelos de las tachas eran de hierro y pesaban por término medio 3 arrobas y las arandelas de cobre 1´5. Las cuatro tachas del trapiche se calentaban con un solo horno de tipo antiguo, utilizando como combustible bagazo, paja de la caña ya molida, o leña muy menuda llamada volina. En estas calderas, la meladura se volvía a hervir concentrándola aún más y batiéndola constantemente hasta que comenzaba a cristalizar. La experiencia del maestro de azúcar hacía que a esta masa azucarada se le diese el adecuado punto de cristalización y una vez conseguido, la masa se pasaba de las tachas a un gran perol de cobre con el que se llenaban las formas de azúcar, hechas de cerámica de figura tronco-cónica abiertas por ambos lados, que tenían una cabida de 5 ó 6 arrobas de masa azucarada.
Las formas, antes de ser usadas, debían de estar en remojo ya que sin estar húmedas las meladura se adhería a las paredes y también, antes de su llenado, había que embadurnarlas por dentro y por fuera con aceite lo que facilitaría la salida del pilón completo; procediéndose a continuación a enarcalas, es decir, a liarlas con cuerda en toda su superficie dejando un asa para moverlas.
Las formas estaban colocadas en el banco sobre los llamados porrones de recibo, tinajas de barro de base plana y cuello ligeramente estrangulado, que servían para recoger la denominada miel prima que destilaba la forma. El banco era una habitación de 53×20 pies con un poyo de ladrillo a todo su alrededor de 3 cuartas de alto y una vara de ancho, donde cabían 120 formas; las que pasados dos o tres días eran conducidas por los formeros a casa de los cosecheros o a los blanqueos.
El trapiche poseía dos cuartos de blanqueo. El blanqueo bajo de tres habitaciones con una capacidad para 600 formas con sus porrones respectivos y el blanqueo alto o principal con dos habitaciones de bastante longitud, útil para 800 formas.
En estas dependencias, se daban a las formas tres tierras, o lo que es lo mismo, tres capas, una por semana, de greda muy húmeda. El agua de la greda arrastraba el resto de miel, conocida como miel de tierra, que quedaba en la forma y blanqueaba el azúcar; obteniéndose de cada una de ellas, aproximadamente, 2´5 arrobas de azúcar en prieto o de pilón, así llamado por su forma cónica, 2 arrobas de miel prima y 0´5 de miel de tierra y quebrados.
Los azúcares de pilón que se sacaban de las formas para ser vendidos enteros se debían de envolver en papel no muy grueso y atarse con cuerdas delgadas. Si se querían vender deshechos, se habrían de entalegar como los procedentes de la Martinica, Cuba o Portugal.
A finales de mayo o principios de junio, una vez terminadas las labores manufactureras del azúcar, el trapiche de Vicencio cerraba sus puertas.
En 1977 aparecieron restos del trapiche al hacer obras de excavación en la Huerta de la Condesa para la construcción de nuevos edificios. La Delegación de Cultura de Granada hizo el correspondiente informe arqueológico. No se le dio valor a lo encontrado y se permitió su definitivo derribo.




