El 13 de enero y el vendedor de guano

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Paco Pérez (Archivo)

El 13 de enero visto por el humor de Paco Pérez
Publicado en EL FARO, 13 de enero de 1984.

Hoy, día 13, celebraremos el voto piadoso que hicieron nuestros antepasados cuando los terremotos del año 1804. Un «voto» obliga a mucho. Es una súplica a Dios para que no se repita una catástrofe, una calamidad pública, un compromiso rubricado por todo el pueblo rodillas en tierra. Cada año Jesús Nazareno, con su rostro cianótico, recorre las calles motrileñas, al frío brillo de las estrellas de enero, y desde las alturas del Santuario de la Patrona, traza una cruz protectora sobre la vega y la ciudad. Era una procesión típica, silenciosa, sin cohetes ni charanga. Digo era porque es fácil comprobar que cada año decrece el acompañamiento del Nazareno. ¿Causas? La creciente indeferencia religiosa, que parte del censo de población se compone de nacidos en diversos pueblos españoles avecindados en Motril por razones de empleo o negocios, y que cada vez quedan menos motrileños de solera, que se crean obligados por el «voto». Hay quienes prefieren ir al cine para presenciar los terremotos de San Francisco o las inundaciones de Ranchipur, y piensan que nuestros abuelos fueron unos catetos que se asustaron por un terremotillo de mala muerte, que apenas si produjo una docena de víctimas, menos que cualquier día de la circulación rodada.

La marabunta bélica barrió parte de los archivos motrileños, pero se sabe que aquellos movimientos sísmicos fueron una cosa seria. Quedaron en ruina iglesias, hospitales y barrios enteros, surgieron simas profundas, el vecindario pernoctó en el campo y hasta las cañas se helaron aquel año, no se sabe si de frío o de espanto. En cuanto a sus orígenes muchos motrileños no admiten las teorías científicas de Mallet, Pratt o Wegener, ni están convencidos de que tuvieran por causa una falla tectónica o isostática. Muchos relacionaron los terremotos con el señor Simón, un motrileño que vivió el siglo pasado y comerciaba con un almacén de guano, antes de los abonos minerales.

El señor Simón era un hombre sobrio. Sólo comía bien cuando le invitaban. Misógino y solterón. Había resuelto los problemas de la servidumbre, el comercio y el amor, por medio de una mujer que le servía de criada, dependienta y amante. Era muy ahorrativo y enemigo de los bancos. Colocaba las onzas de oro, las peluconas, bajo las losetas del dormitorio. Por las noches, su criada-dependienta-amante hacía un par de hora de imaginaria, recorriendo el caserón, arrastrando una cadena y lanzando ayes lastimeros. El ruido de la cadena y los gemidos le dieron a la casa fama de estar habitada por duendes o almas en pena, con lo que el señor Simón asustaba a los ladrones. Este paisano mezclaba tierra con el guano que vendía. Contaba para ello con un huerto, donde según las lenguas de doble filo había enterrado a un feto, y algo de verdad debía haber en este rumor popular, porque las coles del huerto del señor Simón tenían cierto sabor a niño de teta.

Murió este paisano y compareció ante San Pedro, el cancerbero divino, protestando de sus buenas acciones y de que era de misa y comunión diaria. San Pedro le contestó:

Has empobrecido a muchos labradores, vendiéndoles tierra por guano.

– ¡Señor¡ ¡Señor¡ -gimió el paisano-, lo hice para tu mayor gloria. Ya sabes que los ricos gozan de la vida y están sujetos a muchas tentaciones, y se olvidan de Dios; en cambio los pobres pasan penalidades y sueñan con la muerte para vivir en la Gloria.

-¿Y que me dices de la tierra que vendiste por guano?

– ¡Nada se te escapa, Señor¡ Es verdad. Estoy arrepentido. Fue solo una poquilla tierra.

– ¿Una poquilla tierra dices? ¡Embustero¡ Entonces San Pedro dio una orden al departamento de efectos especiales de Meteorología diciendo: ¡Que se mueva toda la tierra motrileña que este pecador vendió como guano¡

Y fue entonces cuando se produjeron los terremotos de 1804.

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