✍Opinión.-
«ENSÉÑANOS A ORAR» (Lc. 11,1-13)

En la vida ordinaria, todos tenemos adquiridos unos hábitos de ciertas cosas que repetimos regularmente: vamos a trabajar, comemos, leemos, hacemos deporte, paseamos con los amigos…
Del mismo modo, en el evangelio queda constancia de cómo Jesús picapedrero, además de hacer otras cosas, tenía el hábito de pasar largas horas orando en el silencio de la noche…
Lo cual impactó de tal manera a alguno de sus discípulos que le pidió que nos enseñara a nosotros a hacer lo mismo: «Enséñanos a orar»
Y gracias a esta propuesta, hemos aprendido de Jesús que la oración no es un remiendo ni un añadido… no es algo mágico que responda a formulas secretas… sino una actitud de silencio interior que puede ir desplegando en nosotros, la hermosa profundidad de nuestra vida…
El silencio no es un vacío, sino un espacio fértil donde se puede sintonizar con la vida, con el fluir de la creación y escuchar la voz de Dios…
Hemos aprendido que el punto de arranque de nuestra oración debe ser siempre la realidad de nuestra vida cotidiana, con sus conflictos, sus alegrías y sus grandes contradicciones…
Orar no consiste pues, en huir de nuestros problemas ni desentendernos del mundo… sino todo lo contrario, la oración nos ofrece la capacidad de: cargar con la realidad, desentrañar su sentido y afrontarla con valor…
También hemos descubierto que nuestra oración no se puede convertir en un dispensario de favores donde nos presentamos ante Dios para decirle: «necesito esto» o «me corre prisa lo otro»…
Ciertamente que en la oración venimos a expresar nuestra indigencia y a pedir lo que necesitamos… pero siendo conscientes de que nuestra relación con Dios ha de pasar siempre por el desconcierto y por el asombro… de quien sabe muy bien lo que nos conviene y lo que verdaderamente necesitamos… y está dispuesto a dar su Espíritu a quien se lo pida.
Por eso, Jesús no nos enseña a rezar con muchas palabras…
En realidad él nos enseñó una sola palabra: Padre – Madre (dirigida a Dios) y una petición convertida en grito: «¡Venga a nosotros tu Reino!»
Y, a propósito de este grito, me parece conveniente señalar que la palabra «reino» está bastante desfasada… y como no quisiéramos que la Iglesia sea identificada, una vez más, con un triste pasado de obispos guerreros, príncipes de la Iglesia o Estados Pontificios… hoy, que deseamos verla renovada, quizás debiéramos decir, para que todos lo entiendan, que lo que pedimos en la oración que Jesús nos enseñó es que este mundo sea «según Dios lo pensó».
Que se haga su voluntad en este mundo como se hace en el cielo.
O lo que es lo mismo: que la gente sea feliz… que no falte a nadie el pan de trigo, de cebada, de mijo, de maíz o de frijoles… ni ese otro pan que da Vida plena y con sentido… y, sobre todo, que el amor sea la única y la mejor forma de relacionarnos y de perdonarnos, como Dios lo hace con todos y con cada uno de nosotros…
Y para que realmente este mundo sea posible, tenemos que añadir que no nos deje caer en la tentación del poder, el orgullo o la vanagloria.





