LOS CUENTOS DE CONCHA

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LA ESTAFA

CONCHA CASAS -Escritora-

Con ochenta años sobre sus huesos sentía que ya todo le sobraba. El peso de la vida la aplastaba de tal modo que ya apenas era capaz de mantenerse erguida. Y no era por la artrosis, como le decía la joven doctora que le habían asignado últimamente, ella sabía perfectamente que lo que le impedía moverse era la carga que arrastraba. Que por otro lado no es  que fuera mayor que la de cualquiera de sus coetáneas, sencillamente es que era la suya.

A veces se preguntaba, si tuviera una oportunidad para volver atrás qué haría con su vida… y sobre todo qué no haría.

Pero la mayoría de las veces hasta eso la agotaba y el solo pensar en volver atrás le producía tal ansiedad que desistía de imaginarlo.

Tampoco lo hablaba con nadie, para qué. Le dirían que tenía una depresión y la mandarían al médico a que le mandase más pastillas, de las que por otro lado ya no tomaba apenas ninguna. Solo la de dormir, esa sí. Hacía tiempo que lo mejor de sus días eran las noches. Sumirse en ese sopor en el que aún todo era posible y aún nada había ocurrido.

Su infancia transcurrió como todas, o casi todas, en ese lugar donde no existe ni la muerte, ni más miedos que los que te intentaban inculcar con el hombre del saco o cualquiera de sus secuaces y que no tenían más objeto que mantenerte en el cálido espacio conocido. En ella aprendió también, en las cálidas tertulias alrededor del brasero, que a las chicas siempre las salvaba algún príncipe azul y que apenas llegaba él, pasaban el resto de su vida felices comiendo perdices…

Sonrió con el recuerdo y se dio cuenta de que ni siquiera en su larga vida había probado la tan supuestamente deliciosa ave. Suspiró hondo. Y a pesar de intentar alejar esos pensamientos funestos que como nubes negras cada día se posaban sobre ella, como siempre también acabaron instalándose en su cabeza, y maldijo los cuentos que tantas decepciones le habían causado. El orden era inverso al que en ellos se contaba. No era una rana la que se convertía en príncipe, sino más bien al revés, era el supuesto príncipe quien tardaba bien poco en transformarse en un sapo.

Al que por supuesto había que aguantar hasta que la muerte los separase… No era fácil entonces vivir. Ahora al menos existía el divorcio

Sí, esa era una de las cosas que no haría, casarse. Claro que entonces no habría tenido a ninguna de sus hijas, cuatro en total… Pero la verdad es que si lo pensaba fríamente, quitando los años de la infancia en la que ella, mamá, era el centro de su universo, de un universo que intentó llenar de amor y de todas las lisonjas que tuvo a su alcance, lo demás, como casi todo en la vida, había sido una gran decepción.

Pensó, como ya venía tiempo pensando, que lo de la maternidad era también parecido a lo  de los príncipes. O como poco , para suavizarlo, estaba sobrevalorado. Claro que en voz alta no iba a reconocerlo nunca. Nadie lo hacía. Los hijos de cada uno eran los mejores del mundo… lo demás se queda en casa. Los malos modos, los desprecios, las palabras hirientes, las miradas de hastío…

Es cierto que casi nunca les decía nada sobre todo eso… ¿para qué?… la evidencia hablaba por si misma. Era un estorbo. Ya no la necesitaban para nada, no tenía que atenderlas a ellas, ni quedarse con sus hijos mientras ellas trabajaban… ya todos eran mayores e independientes. Eso es lo que le decían mucho: “mamá, tienes que ser más independiente”… Que ironía. Cuidó a sus padres, a su marido, a sus hijas, a los hijos de estas, nunca tuvo un momento para pensar en sí misma, siempre pendiente de ellos… y ahora, a sus ochenta años, le decían que tenía que ser independiente.

¡Como no iba a andar encogida! En realidad si tuviera que definir la vida desde el momento presente, lo primero que se le venía a la cabeza decir, es que era una estafa. Una gran estafa.

Siempre había hecho lo que se esperaba de ella. Se volcó en los demás, como todas las mujeres de su generación, olvidándose de ella misma, como todas también… Lo curioso es que mientras lo estuvo haciendo ni siquiera se lo planteó. No le daba tiempo a plantearse nada, la verdad.

Quizás por eso ahora, en estos eternos días de soledad en los que lo único que esperaba era que llegase la noche para acostarse y dormir, todos esos pensamientos se agolpaban en su cabeza.

Y por eso no podía evitar sentirse estafada, terriblemente estafada.

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