Los vampiros salen de sus tumbas

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FRANCISCO GUARDIA MARTÍN

A pesar de ser muy aficionado a la lectura mi aproximación al mundo de los vampiros no fue a través de libros sino del cine. En los años cuarenta todavía revoloteaba por las pantallas el «Drácula» de la Universal y de este modo pude contemplar al personaje en el sucedáneo que eran aquellas películas en blanco y negro que alteraban a su capricho el texto de Stoker. Asociado a ese recuerdo guardo los del monstruo de Frankestein y el Hombre Lobo (Boris Karlof y Lon Chaney para los amigos): el trío maldito que alimentaba nuestras pesadillas infantiles.

Por  cierto que con esta película me ocurrió algo que viene a demostrar lo engañosa que es la memoria humana. En primer lugar la vi siendo muy pequeño (ni por aproximación recuerdo la fecha) y cuando muchos años después tuve oportunidad de contemplar en televisión el «Drácula» de Tod Browning interpretado por Bela Lugosi la «reconocí» como aquella de mi época infantil. Más tarde la pasaron en TV y pude copiarla en video continuando en mi convencimiento hasta que tuve ocasión de leer en «La Gran Historia del Cine» de Terenci Moix que lo que en su día se proyectó en España fue una  versión rodada al mismo tiempo por aquellos estudios para los países de habla hispana  -cosa de los primeros pasos del sonoro cuando no se había inventado el doblaje-  con los mismos decorados pero otro director y los actores Carlos Villarías y Lupita Tovar en los papeles estelares, de forma que la original no se vio por estos lares hasta su proyección en 1965 dentro de un ciclo de cine de terror en el marco del Festival Internacional de San Sebastián.
Fue mucho después cuando pude leer la novela de Bram Stoker y sobre todo el «Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o revinientes de Hungría, Moravia, etc.», del abad de Sénones dom Agustín Calmet cuya primera edición francesa salió en 1746 de las prensas de Guillaume Debure.
Para ser precisos habrá que aclarar que este  tratado es la segunda parte de una obra más extensa que no he podido leer completa y dudo se haya publicado en España. La primera llevaba por título «Tratado de las apariciones de los ángeles, de los demonios y de las almas de los difuntos», que no creo se haya traducido al español y nada tiene que ver con el asunto que hoy contemplamos.
En cambio sí disponemos de varias ediciones de la segunda parte. El ejemplar de mi biblioteca corresponde a una de Mondadori  de 1991, que salió a la venta con el título abreviado de «Tratado sobre los vampiros», un librito de 218 páginas con portada de fúnebre color negro y letras en rojo sangriento.
Cuesta comprender cómo un asunto de por sí lúgubre y pavoroso puede interesar a tan gran número de personas de distintas edades y formación intelectual, como no sea por ese anhelo de inmortalidad que el ser humano alberga en lo más recóndito de sus deseos aunque se trate de no creyentes. Esto aun en el caso de que la supervivencia después de la muerte -si se me permite el oxímoron- del vampiro sea una indeseable abominación.
Lo cierto es que tras el éxito de «Drácula» se ha producido una ininterrumpida salida al mercado de novelas, comics y películas con estos siniestros pobladores de la noche. Últimamente y adaptándose a los gustos de nuestros adolescentes podemos recordar las novelas y filmes de la saga «Crepúsculo», las televisivas «Crónicas vampíricas» y ahora «Cazadores de sombras». Unos vampiros estos últimos descafeinados y «viviendo» a la última que han perdido el romántico halo de aquellos habitadores de criptas y viejos castillos de pavorosas estancias, pero que hacen las delicias de los más jóvenes; y si esto sirve para que amen los libros y el cine, bienvenidos sean.
Género en que la más desbordada imaginación de los autores da alas a la fantasía, tiene sin embargo una lejana base histórica: igual que en ciertos países hubo una época en que se desató la histeria colectiva por la creencia en las brujas y sus maleficios, existió también un tiempo en que los hombres creyeron en la realidad del vampirismo y buscaron el medio de protegerse de sus terrores. En este caso estaban convencidos de que si al cadáver del supuesto vampiro se le clavaba una estaca en el corazón se podía evitar su retorno.
Y no sólo las crónicas nos dan cuenta de estos temores y creencias, sino que los confirma la arqueología. En los últimos años se han descubierto lo que la prensa sensacionalista llama «cementerios de vampiros» aunque más bien se trata de enterramientos individuales o de pequeños grupos. No sabemos si los arqueólogos, al socaire de la moda dan ahora más importancia a los hallazgos presumiblemente relacionados con el tema o son los propios revinientes los que conscientes de que están de actualidad nos salen al encuentro para interpelarnos desde sus tumbas olvidadas.
El hallazgo más reciente, si no fallan mis datos, es el de Perperikon. En este yacimiento búlgaro se ha excavado el enterramiento de un individuo con una estaca clavada en el pecho. En la misma Bulgaria, en el yacimiento de Sozopol se encontró el año pasado un enterramiento similar. En este caso los restos fueron trasladados al Museo Nacional de Historia de Sofía para su exposición. Triste destino: siglos después de sufrir la ignominia de la estaca, convertirse en objeto de curiosidad para fisgones ociosos.

A pesar de ser muy aficionado a la lectura mi aproximación al mundo de los vampiros no fue a través de libros sino del cine. En los años cuarenta todavía revoloteaba por las pantallas el «Drácula» de la Universal y de este modo pude contemplar al personaje en el sucedáneo que eran aquellas películas en blanco y negro que alteraban a su capricho el texto de Stoker. Asociado a ese recuerdo guardo los del monstruo de Frankestein y el Hombre Lobo (Boris Karlof y Lon Chaney para los amigos): el trío maldito que alimentaba nuestras pesadillas infantiles.   Por  cierto que con esta película me ocurrió algo que viene a demostrar lo engañosa que es la memoria humana. En primer lugar la vi siendo muy pequeño (ni por aproximación recuerdo la fecha) y cuando muchos años después tuve oportunidad de contemplar en televisión el «Drácula» de Tod Browning interpretado por Bela Lugosi la «reconocí» como aquella de mi época infantil. Más tarde la pasaron en TV y pude copiarla en video continuando en mi convencimiento hasta que tuve ocasión de leer en «La Gran Historia del Cine» de Terenci Moix que lo que en su día se proyectó en España fue una  versión rodada al mismo tiempo por aquellos estudios para los países de habla hispana  -cosa de los primeros pasos del sonoro cuando no se había inventado el doblaje-  con los mismos decorados pero otro director y los actores Carlos Villarías y Lupita Tovar en los papeles estelares, de forma que la original no se vio por estos lares hasta su proyección en 1965 dentro de un ciclo de cine de terror en el marco del Festival Internacional de San Sebastián.   Fue mucho después cuando pude leer la novela de Bram Stoker y sobre todo el «Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o revinientes de Hungría, Moravia, etc.», del abad de Sénones dom Agustín Calmet cuya primera edición francesa salió en 1746 de las prensas de Guillaume Debure.   Para ser precisos habrá que aclarar que este  tratado es la segunda parte de una obra más extensa que no he podido leer completa y dudo se haya publicado en España. La primera llevaba por título «Tratado de las apariciones de los ángeles, de los demonios y de las almas de los difuntos», que no creo se haya traducido al español y nada tiene que ver con el asunto que hoy contemplamos.    En cambio sí disponemos de varias ediciones de la segunda parte. El ejemplar de mi biblioteca corresponde a una de Mondadori  de 1991, que salió a la venta con el título abreviado de «Tratado sobre los vampiros», un librito de 218 páginas con portada de fúnebre color negro y letras en rojo sangriento.   Cuesta comprender cómo un asunto de por sí lúgubre y pavoroso puede interesar a tan gran número de personas de distintas edades y formación intelectual, como no sea por ese anhelo de inmortalidad que el ser humano alberga en lo más recóndito de sus deseos aunque se trate de no creyentes. Esto aun en el caso de que la supervivencia después de la muerte -si se me permite el oxímoron- del vampiro sea una indeseable abominación.   Lo cierto es que tras el éxito de «Drácula» se ha producido una ininterrumpida salida al mercado de novelas, comics y películas con estos siniestros pobladores de la noche. Últimamente y adaptándose a los gustos de nuestros adolescentes podemos recordar las novelas y filmes de la saga «Crepúsculo», las televisivas «Crónicas vampíricas» y ahora «Cazadores de sombras». Unos vampiros estos últimos descafeinados y «viviendo» a la última que han perdido el romántico halo de aquellos habitadores de criptas y viejos castillos de pavorosas estancias, pero que hacen las delicias de los más jóvenes; y si esto sirve para que amen los libros y el cine, bienvenidos sean.   Género en que la más desbordada imaginación de los autores da alas a la fantasía, tiene sin embargo una lejana base histórica: igual que en ciertos países hubo una época en que se desató la histeria colectiva por la creencia en las brujas y sus maleficios, existió también un tiempo en que los hombres creyeron en la realidad del vampirismo y buscaron el medio de protegerse de sus terrores. En este caso estaban convencidos de que si al cadáver del supuesto vampiro se le clavaba una estaca en el corazón se podía evitar su retorno.   Y no sólo las crónicas nos dan cuenta de estos temores y creencias, sino que los confirma la arqueología. En los últimos años se han descubierto lo que la prensa sensacionalista llama «cementerios de vampiros» aunque más bien se trata de enterramientos individuales o de pequeños grupos. No sabemos si los arqueólogos, al socaire de la moda dan ahora más importancia a los hallazgos presumiblemente relacionados con el tema o son los propios revinientes los que conscientes de que están de actualidad nos salen al encuentro para interpelarnos desde sus tumbas olvidadas.   El hallazgo más reciente, si no fallan mis datos, es el de Perperikon. En este yacimiento búlgaro se ha excavado el enterramiento de un individuo con una estaca clavada en el pecho. En la misma Bulgaria, en el yacimiento de Sozopol se encontró el año pasado un enterramiento similar. En este caso los restos fueron trasladados al Museo Nacional de Historia de Sofía para su exposición. Triste destino: siglos después de sufrir la ignominia de la estaca, convertirse en objeto de curiosidad para fisgones ociosos.

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